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17/08/2021 07:23 hs

San Martín íntimo: retrato de un morocho jovial, seductor y bromista que tocaba la guitarra y creía que pintaba bien

Argentina - 17/08/2021 07:23 hs
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Detrás de los documentos que lo muestran impasible y sereno, se encuentra un hombre que sabía de vinos, que cantaba, bailaba y que hasta su ancianidad fue una suerte de galán. Se cumplen 171 años de su fallecimiento. Escuchá al Maestro Morales acerca del perfil del padre de la patria. 

Maestro Morales
Tenía 34 años cuando llegó a Buenos Aires, en marzo de 1812. Encandiló a la niña Remedios de Escalada, de 15. Un poco para acortar la diferencia de edad, en su casamiento en septiembre de ese año dijo tener 31. De él se sabía que había nacido en Yapeyú, que era militar y cuando fue presentado a la sociedad porteña, en algunos causó rechazo su tez morena y que tuviera un marcado acento español. Y hasta fue mirado de reojo por la posibilidad que fuera un espía al servicio de la corona española.
Era un hombre delgado, de 1,75, nariz aguileña, abundante cabello negro. Llamaban la atención sus ojos grandes, oscuros y penetrantes. A la resistencia de entonces de la sociedad porteña la enfrentó con modales finos, elegantes y con una conversación jovial. Sabía bailar, cantar y tocar la guitarra.
El destino lo había puesto al filo de la muerte en más de una oportunidad: por 1801 cuando era teniente segundo en el Regimiento de Murcia fue asaltado por bandoleros hiriéndolo gravemente en el pecho, la garganta y una mano. Cinco años antes de que el soldado Cabral salvase su vida en el combate de San Lorenzo, estuvo a punto de perder la vida en Arjonilla cuando al frente de una veintena de jinetes acometió contra un batallón de dragones del ejército napoleónico. En el momento en que iba a recibir un sablazo de un oficial francés, el sargento Juan de Dios se interpuso, quien recibió el golpe mortal.
Manejaba el latín, griego, francés, inglés e italiano y llevó a su campaña libertadora cerca de 800 volúmenes. En público siempre vestía su uniforme de Granaderos a Caballo. Era el uniforme más modesto, porque no tenía adornos como ocurría con otros cuerpos.

Según él, dibujaba y pintaba muy bien. Sus primeros trabajos los dedicó a temas marinos. Y decía que si caía en la indigencia podía ganarse la vida dibujando. Sin embargo, los expertos lo calificaron como un acuarelista más que discreto.
Una estricta rutina
Cuando estuvo en campaña, su día comenzaba a las cuatro de la mañana y preparaba los papeles para su secretario, que llegaba a las cinco. Hasta las 10 se ocupaba de los detalles administrativos del ejército. Luego le daba las órdenes al jefe de su estado mayor. Hasta el mediodía atendía a todo aquel que quisiera verlo. A las 13 iba a la cocina y con el cocinero se ponían de acuerdo sobre qué comer. Lo hacía en una mesa y silla algo bajas en la cocina solo, y con porciones frugales “para no dañar el estómago”. Le gustaba el puchero y el asado. Mientras comía le informaban de las personas que deseaban verlo y si lo autorizaba, lo hacía sentar a su mesa. Luego de una siesta a las cuatro de la tarde después de un café -que lo tomaba en mate con bombilla- continuaba con sus entrevistas, se reunía con sus oficiales y atendía la correspondencia hasta las diez de la noche. Dormía en un catre de campaña. En las vísperas de una batalla, pasaba noches en vela estudiando mapas.
En sus tiempos libres, jugaba al ajedrez con sus oficiales. Especialmente con Bernardo O’Higgins, Antonio Arcos, José Antonio Álvarez de Condarco y Mariano Necochea. Además, había traído de Europa dos juegos que entonces estaban de moda: “El centinela” y “La campaña”.

Algunos de sus mejores amigos fueron el propio O’Higgins, Tomás Guido, Alejandro Aguado y Gregorio Gómez Orcajo, apodado “Goyo Gómez”.
El color que se repetía invariablemente en su ropa era el azul. En la intimidad de su hogar vestía una chaqueta de paño de ese color, larga y holgada y en invierno un levitón o sobretodo hasta el tobillo del mismo color, así como el de sus pantalones.
Era un buen catador de vinos, especialmente de los españoles. Los conocía, sabía las regiones en que cada variedad se producía. Elogiaba los mendocinos y sanjuaninos, y los ponía a la altura de los mejores. En una oportunidad, hizo poner vino de Málaga en botellas de Mendoza y al revés. El mismo hizo el cambio de las etiquetas de las botellas. Cuando llegaron sus invitados, les pidió que probasen ambos. Todos dijeron que el de Mendoza era bueno pero hasta ahí nomás, y elogiaron al que estaba etiquetado como el de Málaga. San Martín, luego de lanzar una carcajada, les reveló entonces la verdad y les criticó la costumbre de alabar todo lo que viniese del extranjero.

Una salud deteriorada
A lo largo de su vida, arrastró problemas de salud. Sufría de asma y de úlcera gástrica, con ocasionales vómitos de sangre, que podrían deberse a una tuberculosis. En 1815 pidió licencia -que el gobierno rechazó- porque su estado de salud era “deplorable”. Mientras preparaba su ejército en Mendoza, hubo ocasiones que para poder dormir debía hacerlo sentado en una silla. Cuando fue el combate de Chacabuco, sufrió un ataque de gota, dolores estomacales y hepáticos. También padecía artristis en su muñeca derecha. Muchos temían que muriese en plena campaña. Al cruce de los Andes llevó un botiquín homeopático que un amigo había comprado en Europa.
Habría hecho un uso desmedido del opio y no hacía caso a sus amigos de que atenuase su consumo. Estos, a veces, solían esconderle las dosis.

En 1829, estando en Gran Bretaña, viajando de Falmouth a Londres para visitar a su hija, volcó su carruaje y un vidrio se clavó en su axila izquierda. Pero no quiso hacerse atender y continuó camino. La herida se le infectó y estuvo tres meses convaleciente. Aún cicatrizada, la herida le siguió causando dolores que aliviaba con baños en Aix-le-Chapelle, que estaba de moda. En 1831 tanto él como su hija Mercedes, viviendo en París, fueron víctimas de la epidemia del cólera. Ella se repuso rápidamente pero su padre tuvo complicaciones intestinales, y debió guardar reposo por siete meses. “Estuve al borde del sepulcro”, confesó. Los atendía el joven Mariano Balcarce, que trabajaba en la legación argentina en Londres, y terminó enamorándose de la chica, con quien se casó el 13 de septiembre de 1832. Testigos dijeron que San Martín sufría hemorragia en los pulmones y era predispuesto a la melancolía.
También en septiembre pero de 1812 se casó con Remedios de Escalada luego que la chica rompiese su compromiso con el joven Gervasio Dorna, quien se enroló en el Ejército del Norte y murió en Vilcapugio. Su suegra, Tomasa de la Quintana, nunca lo quiso. “El plebeyo” y “el soldadote”, le decía. Su yerno tampoco se la hizo sencilla. En una oportunidad en una cena en lo de sus suegros su edecán fue enviado a comer a la cocina y él hizo lo propio y lo acompañó. Cuando San Martín decidió partir al exilio, pasó a buscar a su hija Mercedes, que era criada por su suegra. Ella resistió lo que pudo ya que no quería desprenderse de la niña, a la que el papá la encontró demasiado consentida y malcriada.
Un amor en cada puerto
Siendo gobernador de Mendoza, en un momento Remedios regresó a Buenos Aires y con él se quedó Jesusa, una de las criadas de la esposa con la que habría tenido un hijo. También en esa provincia se comentó la estrecha relación con María Josefa Morales, viuda de Pascual Ruiz Huidobro. “Pepa y Pepe”, los habían apodado en la capital mendocina. En Santiago de Chile mantuvo un romance con una aristócrata de ese país; en Perú, según señala García Hamilton, tuvo una relación con Fermina González Lobatón, propietaria de una estancia azucarera, producto de la cual nació otro hijo. En Lima compartió sus días con Rosa Campusano, amiga de Manuela Sáenz, amante de Simón Bolívar. En Guayaquil, cuando concurrió al encuentro de Bolívar, se lo vio en compañía de Carmen Mirón y Alayón, una joven viuda, con quien habría engendrado a Joaquín de San Martín y Mirón. Y ya en el exilio europeo le escribió a Guido que había conocido a una mujer con “bellísimos y destructores ojos”.
Viviendo en Grand Bourg le gustaba pasear por los jardines con sus nietas Mercedes y Josefa y cuidar de sus flores. Era infaltable el mate y empleaba el tiempo limpiando sus pistolas y escopetas y haciendo trabajos de carpintería.

Ya anciano, el asma, la gota y la úlcera lo tuvieron a maltraer. Veía poco a causa de las cataratas. Se animó a ser operado, sin anestesia, pero con escasos resultados. Mentalmente lúcido, le deprimía el hecho de no poder leer ni escribir.
Desde junio de 1848, con el fin de alejarse del ambiente caldeado parisino por la revolución que había estallado en febrero de ese año y que terminaría instaurando la Segunda República, alquilaba un segundo piso en el 105 de la Grand Rue en Boulogne-sur-Mer. La casa era propiedad de Adolphe Gerard, quien vivía con su familia en el piso inferior. Era abogado, bibliotecario, periodista y fue confidente de San Martín, ya que pasaban largas horas hablando del pasado del Libertador.
Ese sábado 17 de agosto de 1850 San Martín se levantó normalmente y fue a la habitación de su hija para que le leyera los diarios. Mercedes se desvivía por atenderlo y rechazó que lo hiciera una hermana de caridad, como le había aconsejado el médico de su padre. Al mediodía San Martín probó algo de comida y a eso de las dos de la tarde sintió agudos dolores de estómago. Su médico dijo que se le pasaría pronto, ya que eran molestias que sufría con cierta frecuencia. Fue llevado a la cama de su hija, y en un momento le hizo un ademán a su yerno para que la alejase, y falleció.
Tenía 72 años, cinco meses y veintitrés días ese anciano que había dado la libertad a medio continente y que creía que, si caía en la indigencia, podía dedicarse a pintar cuadros de temas marinos.


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