Si la franquicia
Lollapalooza, filial argentina, llegó para quedarse es algo que de acá a futuro dependerá más de factores económicos que de otra cosa. Por lo pronto, la experiencia de su estreno argentino (hoy será la segunda jornada) dio un rotundo aprobado. A una década de instalado en nuestro país el formato de festivales, con aquel BUE en Club Ciudad, nunca el estándar había estado tan alto en cuanto a organización, puntualidad, sonido y, ya dependiendo del gusto del consumidor, grilla.
El festival, primero itinerante, creado en 1991 por Perry Farrell, cantante de Jane’s Addiction, supuso desde el vamos un ecléctico paseo de estilos y sonidos, siendo entre otras cosas el primero en hacer confluir rock alternativo y hip hop en el mismo escenario. Establecido en sede fija (Chicago) a partir del 2005, la siguiente movida de su fundador fue habilitar franquicias, siendo Santiago de Chile la primera en Sudamérica. Luego San Pablo y ahora, Buenos Aires, por primera vez.
En víspera de feriado y con un clima templado-primaveral que se fue asentando otoñal una vez marchado el sol, el público (en concurrencia de 54.700 personas, según la cifra oficial) buscó amortizar la inversión visitando los escenarios de la franja horaria que va del mediodía al atardecer, usualmente vacíos de curiosidad.
Hacia las 20.30, en lo que podría suponer un horario central, las atracciones mayores se dejaron ver y escuchar. En el escenario Alternative, los New Order se asentaron en sus hits de tecno-pop datados en los ‘80, cuando emergieron del luto de Joy Division. Sin su bajista histórico, Peter Hook, la banda pierde mística y eficiencia, amén del viento atentando contra el sonido. Al mismo tiempo que el rapero Kid Cudi acechaba en el Perry’s Stage con el hip hop espacial que plasmó en su flamante Satellte Flight: The Journey to Mother Moon, Nine Inch Nails copaba el segundo Main Stage. La banda que le dio formato rankeable a la música industrial, siempre liderada por Trent Reznor, se empleó a fondo con su sonido seco, truculento y metálico. A veces efectista, siempre rendidor, recortado en una escenografía que asemejaba un Gaudí de leds, nos recordó que el Lollapalooza también es eso: ofrecerle a los artistas centrales cierta autonomía para disponer de cómo decorar o iluminar su acto. Y también, que el evento que los incluyó en su primera gira original (1991) los devuelve hechos un clásico veterano, algo que estaba en contra de los postulados originales de la madre de todos los festivales alternativos. Desnuda, la balada Hurt cerró su set.
En su demorado debut porteño, los canadienses Arcade Fire demostraron el poderío de su propuesta. En su cuarto disco, Reflektor, consiguieron lo que a los U2 les llegó al sexto (Achtung Baby!
Salirse del corset épico y serio para soltar las caderas y reirse de ellos mismos, aunque sin equiparar los logros sonoros y la importancia de aquella obra de los irlandeses. El multicombo donde rigen el cantante Win Butler y su esposa, Régine Chassagne, ahora se jacta, con total eficiencia, de poder pasar entre el dub, el funk alla Talking Heads y toda la soltura que les aportó James Murphy (LCD Soundsystem) a su citado último álbum. Entregada y apasionada, la banda que el propio Indio Solari se encarga de señalar como su favorita del rock contemporáneo. Para el final se guardaron la fanfarria Wake Up(incluido en su debut, Funeral, de 2004), su tema más celebrado y, acaso, el menos logrado que hayan compuesto.
Por José Bellas. Clarín
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