Prender la televisión y encontrar una noticia que informa sobre la muerte de una persona tras un robo siempre indigna, enoja, molesta. Un bloque de un programa de aire, un par de páginas de un diario, unos cuantos minutos de una emisión radial. Después no hay nada más. La familia del damnificado llora la pérdida irremediablemente y debe conformarse con el recuerdo, la nostalgia, el “quizás ahora está en un lugar mejor”. El culpable no se encuentra, la justicia nunca llega y el suceso se opacó porque ocurrió otro similar. La cadena continúa y jamás termina.

Sin embargo, el incidente que protagonizó el médico cirujano quitándole la vida al ladrón que intentó robarle en la puerta de su casa fue más allá. No fue sólo otro caso. El que mató era la víctima del robo. El que ya no vive era el hombre que estaba decidido a todo con tal de robar un automóvil para después vaya saber uno qué hacer.

El médico pidió perdón y reconoció estar avergonzado de lo acontecido. Manifestó no saber qué sucederá con su vida y afirmó tener mucho miedo porque la familia del delincuente amenazó con matarlo. De igual modo, ya no es tan simple, ya trasciende la vergüenza que siente, la culpa, el pecado. Ahora la cuestión radica en que gran parte de la sociedad lo considera “un héroe” y “un justiciero”. Encima, su accionar asoma como una peligrosa tendencia -basta con ver los recientes casos en el conurbano bonaerense donde un carnicero y un remisero matan a los sendos ladrones que intentaron robarles en su comercio y casa, respectivamente-.

Así y todo, infinitas fueron las opiniones de la gente en los medios de comunicación y las redes sociales, expresando un rotundo apoyo al doctor Villa Cataldo. Probablemente porque se identifican con un trabajador, con un hombre que estudió y se esforzó toda su vida para vivir dignamente junto a su familia. Si bien el ciudadano puede pensar que esa situación podría sucederle a cualquiera, ahora es mucho más que una simple solidaridad pasajera.

Y es porque la gente se hartó. Ya no quiere ver más casos policiales donde una madre llora a gritos porque una bala perdida le quitó la vida de su hijo. El país se cansó de que decenas de personas mueran y la justicia nunca llegue. El trabajador no quiere vivir más pensando en que todo lo que consiguió y forjó a lo largo de su vida se puede esfumar en segundos porque dos malvivientes salieron drogados a la calle buscando diversión y dinero para comprar más drogas.

El señor Lino Darío Villa Cataldo no es un héroe, no. No debió tener un arma en su casa y ni él ni nadie tiene el derecho a terminar con la vida de otra persona. La justicia por mano propia no debe existir, pero la ausencia del Estado, el miedo a perderlo todo e instituciones inexistentes, hacen que un hombre prefiera explicarle al fiscal de turno por qué el ladrón que entró a su casa tiene un agujero en el pecho antes que ese funcionario tenga que consolar a dos niños porque un delincuente mató a su padre y violó a su madre. 

No obstante, el incidente del médico ni ningún otro semejante deben repetirse. Las instituciones tienen la responsabilidad de hacer cumplir las leyes y garantizar el statu quo de la sociedad, que el ciudadano no sienta la necesidad de comprar un arma para cuidar de sí mismo y de su familia. De lo contrario, volverá la insensatez de las épocas de las cavernas, donde cada ser vivo aniquilaba a aquellos que amenazaban con quitarle su comida, donde la vida tal vez se reducía a dos posibilidades: decidirse a matar o decidirse a morir.    
 
Nicolás Grimalt