Si la depresión es la enfermedad del nuevo siglo, la felicidad se ha convertido en un jugoso negocio. En 1980 se publicaban 130 artículos científicos al año sobre la felicidad; ahora más de 12.000.
La opinión de Mamen Mendizábal: "Felicidad robot".
«La felicidad sólo será posible si la edificamos sobre los pilares del diálogo y la inclusión», pronunció el hombre hace escasas semanas. Y el hombre no era un pensador, ni un psicólogo, ni siquiera un sociólogo. El hombre era un señor gris al que pocos identificarían con un concepto tan buenista como el de la felicidad. Era el presidente de un Gobierno. Era Mariano Rajoy.
El líder del PP no ha sido el único político que ha manejado el término recientemente. Hace unas semanas, el primer ministro de Emiratos Árabes, Sheikh Mohamed ben Rashid Al Maktoum, se coló en la prensa internacional al crear elMinisterio de la Felicidad. Su objetivo: generar en el país «bondad social y satisfacción como valores fundamentales». Aunque quizá el anuncio fuera una cortina de humo para tapar la caída del precio del petróleo.
¿Qué ha sucedido en el mundo para que, de pronto, una idea tan abstracta y ligada a la individualidad pase a formar parte de los desvelos y las promesas de los gobiernos? ¿ O que haya saltado del final de los cuentos para niños a los servicios de estudios de los bancos y los laboratorios más avanzados?
Desde hace unos años, la felicidad lo inunda todo: de los simposios científicos a las listas de los libros más vendidos. Si alguien tiene cáncer, tendemos a decirle que sobrellevar lo terrible con buen ánimo se traducirá en salud. Al mismo tiempo, nos hemos empeñado en crear un relato feliz de nuestras vidas en las redes sociales. Y empresas como la española Mr Wonderful (650.000 seguidores en Facebook) arrasan con sus cojines con lemas motivacionales e, incluso, con un kit para ser feliz: un libro de cosas no aburridas, una bolsa de tela, seis tarjetas y seis sobres. Todo por 20 euros.
Estas anécdotas revelan un cambio en el concepto de felicidad, quizá el anhelo más antiguo de la humanidad. De pronto, la dicha se ha convertido en un objeto de consumo más, además de una obsesión de los investigadores y en una herramienta de la industria para animar a los individuos a comprar más y más productos que, en teoría, les garantizarán una alegría sostenible.
Los laboratorios son la prueba tangible del creciente interés por la felicidad. Si en 1980 se publicaban 130 artículos científicos al año sobre el tema, ahora se editan más de 1.000... al mes. Es decir, este sector se ha multiplicado por cien, según calcula Ed Diener, psicólogo de la Universidad de Virginia y conocido en el mundillo como Doctor Felicidad.
Otro síntoma: el aluvión de titulares de prensa sobre el tema. Estos días, varios artículos analizaban el interés de las empresas por medir la dicha de sus empleados. Más abajo, varias publicaciones diseccionaban las cinco claves de la felicidad según la Universidad de Harvard. Otro medio titulaba: «Atrae la felicidad con el ejercicio»... En total: 516.000 resultados en este apartado del buscador.
El fenómeno también se reproduce en los libros. Amazon ofrece más de 4.000 volúmenes en español sobre el tema. No sólo nos ayudan a convertirnos en seres alegres, sino a identificar a los desdichados. El ensayo Gente tóxica, de Bernardo Stamateas, ya ha vendido más de 500.000 ejemplares.
Todas estas cifras provocan una nueva ráfaga de preguntas ¿Qué es la felicidad en el siglo XXI? ¿Un estado de la conciencia? ¿Un sentimiento? ¿Una meta? ¿Una serie de hábitos? ¿Una droga? ¿Está en un alguna parte? ¿Pertenece a algún país? ¿La ha comprado alguna marca?
Si la depresión iba a ser la enfermedad del nuevo siglo, parecía obvio que la psicología positiva se convertiría en un lucrativo negocio. Hace cinco años, por ejemplo, nadie hablaba del coaching motivacional, un nuevo filón para los psicólogos. Y las etiquetas siguen creciendo: este San Valentín han arrasado los textos sobre el love coaching, que enseña «cómo ser felices en el amor».
El fenómeno no es nuevo, pero sí ha adoptado una forma diferente desde finales de los 90. «De la fase esotérica y mística de los gurús de los 60 y 70, que ahora vuelven a estar de moda, la autoayuda pasó a la literatura inspiracional tipo Paulo Coelho», detalla el psicólogo Eparquio Delgado, autor de Los libros de autoayuda,¡Vaya timo! (Editorial Laetali). «Ahora estamos en el momento de la psicología positiva, que llega con el milenio. Al final, todos esos estudios que miden la felicidad en realidad hablan de bienestar, lo que antes se llamaba calidad de vida. Hemos asistido a una trampa comercial: la han disfrazado de ciencia pero no lo es».
La caída de Lehman Brothers y el inicio de la crisis global fue el detonante del interés de la política por arrimarse al sermón de la dicha. «En aquellos añosNicolas Sarkozy ya planteó que la política tenía que contemplar la felicidad de la gente», recuerda Delgado. El Reino Unido fue otro de los gobiernos que más rápidamente abrazó las políticas volcadas con el júbilo de los ciudadanos, iniciadas por Tony Blair y continuadas por Gordon Brown y David Cameron.
Delgado es escéptico sobre estos intentos de los políticos de promover la felicidad justo cuando las condiciones materiales de sus ciudadanos están empeorando. Es algo así como una versión siniestra del Don't worry, be happy.«Afirman que lo importante no es lo que tienes, sino cómo te sientes», explica el psicólogo. «Y ahí entran todos esos gurús afirmando que el truco está en cuestiones como vivir el ahora, darle importancia a las cosas pequeñas... Son verdades que, al fin y al cabo, todo el mundo conoce, que son tópicos. ¿Cómo le planteas a un parado que lo importante es cómo vive las cosas? Han trasladado lo colectivo al ámbito individual».
En realidad, ni Sarkozy ni Blair inventaron nada nuevo. A mediados de los 70,Bután, un pequeño reino de economía minúscula escondido en el Himalaya, introdujo el concepto de Felicidad Interior Bruta (FIB). Jigme Singye Wangchuck,cuarto rey del país y una especie de dios para sus súbditos, acuñó el término en su acto de coronación. Tenía 18 años.
Aquello parecía un cuentecito inofensivo, pero ha acabado tomando cuerpo entre las viejas democracias de Occidente. Y, en 2012, la ONU creó el Día Internacional de la Felicidad: el 20 de marzo.
Más allá del populismo de aquel gesto, Bután ha venido volcándose con un objetivo que, por primera vez, trató de medir el avance de un país con términos no ligados a lo monetario. Se trata de atribuir al Estado la responsabilidad del bienestar emocional de los ciudadanos a través de un desarrollo económico equitativo y de valores como la cultura, la protección medioambiental... Hoy el FIBse estudia a través de un sistema métrico de encuestas en las que a los butaneses se les interroga sobre cuestiones como el estrés y el tiempo perdido en las preocupaciones.
Por supuesto, la ONU tiene su propio medidor y cada año elabora una lista con los países más felices del mundo. En 2015, Dinamarca ocupó la primera posición seguida de Noruega, Suiza, Holanda, Suecia, Canadá, Finlandia, Austria, Islandia y Australia. Los españoles no aparecemos hasta el puesto 38.
Otro ranking lo firma la consultora Gallup-Healthways y alcanza conclusiones bien distintas. En 2015, confirmó como ganador a Panamá y citaba entre los puestos más altos a países como Costa Rica y Puerto Rico. Por el contrario, Afganistán figuraba como el más infeliz... y el penúltimo, curiosamente, era Bután.
Una prueba más, si hacía falta, de lo inasible que es el concepto de felicidad.
Existe una corriente de pensamiento, confirma Delgado, que vincula esta fijación por el bienestar de la política, las marcas y los libros con un interés en crear ciudadanos joviales pero conformistas. Esta asociación, según él, viene cubierta por un cierto manto de conspiranoia. Otros, como el filósofo Gustavo Bueno, que ha abordado el tema en varios libros, sí que concluyen que existe una intención de adormecer mentes.
«Sabiendo que la gente es imbécil, las marcas han aprovechado la felicidad de hacerla más imbécil todavía», sentencia Bueno. «No es un concepto, no significa nada, en todo caso una sensación agradable, sinestésica, una gilipollez. Es una materia que jamás en la historia ha gozado de contenido y que se relaciona con un carácter inofensivo. ¿Los psiquiatras diciendo que aumenta la tensión vital? No, de lo que hablan en realidad es de volver a la gente más imbécil».
El ansia de la felicidad va más allá de la política, el consumo y la psicología. Para el sociólogo Eloy Fernández Porta, autor de Emociónese así: Anatomía de la alegría (con publicidad encubierta), también ha llegado al arte. Según él, existe una estilística del bienestar con géneros que buscan transmitir la felicidad: «En arquitectura, el chill-out; en cine, las feelgood movies; en arte, las versiones coloristas y triviales de la abstracción; en periodismo, la transformación de las secciones de Cultura en el modelo de sección Vida&Artes que implica que la noción misma de cultura se traslada desde el malestar crítico hasta el bienestar productivo...»
Como se deduce de su enumeración, la imposición de la felicidad extiende hoy sus tentáculos a cualquier ámbito. Vivimos en un mundo en el que los jefes de personal están siendo sustituidos por directores de Felicidad Corporativa en empresas como Google o Zappos. En el que la medicina evoluciona para poder curar la depresión con electrodos. En el que la bienandanza es el fin último de los ciudadanos de los países desarrollados. O, al menos, eso opinan sus gobiernos.
Todo fluye hacia una vida sin conflictos, una existencia pensada para comer perdices a diario. La pregunta es si eso sigue siendo vida.