“Victoria o derrota, yo he hecho todo lo que he podido” respondió el subteniente japonés Hiroo Onoda en 1974 al enterarse de la derrota de Japón casi 30 años después de que hubiera finalizado la II Guerra Mundial.
El soldado del Ejército Imperial nipón vivió durante tres décadas escondido en la selva de Filipinas convencido de que se seguía luchando.
Onoda solo entregó sus armas cuando su comandante le ordenó abandonar su escondite en una montaña de la isla de Lubang, a 112 kilómetros al sur de Manila. Cuando fue hallado, el soldado japonés conservaba en su poder una copia de la orden dada en 1945 por el emperador Hirohito para que los soldados japoneses se entregasen a los aliados, pero él insistía: “sólo me rendiré ante mi superior”.
Onada había llegado a la isla de Lubang en 1944 a los 22 años con la misión de introducirse en las líneas enemigas, llevar a cabo operaciones de vigilancia y sobrevivir de manera independiente. Tenía una orden: no rendirse jamás y aguantar hasta la llegada de refuerzos. Con otros tres soldados obedeció estas instrucciones incluso después de la capitulación de Japón.
Vivió de plátanos, mangos y el ganado que mataba en la selva, escondiéndose de la Policía filipina y de las expediciones de japoneses que fueron en su busca desde que en 1950 se supo de su existencia por uno de los soldados que le acompañaban, que decidió abandonar la selva y volver a Japón. Onoda los confundía con espías enemigos.
Expediciones fallidas
Tokio y Manila intentaron contactar con los otros dos soldados japoneses durante años hasta que en 1959 finalizaron su búsqueda, convencidos de que habían muerto. En 1972, Onoda perdió a su último hombre al hacer frente a las tropas filipinas y Tokio decidió entonces enviar a miembros de su propia familia para intentar convencerle de que depusiera las armas. Todos los esfuerzos fueron en vano y su pista se perdió de nuevo hasta que fue avistado por el estudiante japonés Norio Suzuki en marzo de 1974 cuando hacía camping en la selva de Lubang.
Tuvo que desplazarse hasta la isla el entonces ya ex comandante Yoshimi Taniguchi para entregarle las instrucciones de que quedaba liberado de todas sus responsabilidades. Solo así, Onada se rindió. Su madre, Tame Onoda, lloró de alegría.
Los japoneses recibieron a Onada como a un héroe nacional a su regreso a Tokio, por la abnegación con la que había servido al emperador. Tenía entonces 52 años. El ex teniente contaría entonces que durante sus treinta años en la jungla filipina solo tuvo una cosa en la cabeza: “ejecutar las órdenes”.
Un año después se mudó a Brasil, donde se casó con Machle Onuki y gestionó con éxito una finca agrícola en Sao Paulo. En 1989 volvió a Japón y puso en marcha un campamento itinerante para jóvenes en el que impartía cursos de supervivencia en la naturaleza y escribió su increíble aventura en el libro “No rendición: mi guerra de 30 años”.
Onoda, el último de las decenas de soldados japoneses que continuaron su lucha sin creer en la derrota nipona, falleció este jueves en un hospital de Tokio a los 91 años por un problema de corazón, tras llevar enfermo desde finales del año pasado.