Ayer al mediodía, mientras Sergio Massa y la camporista Mayra Mendoza inauguraban un parque municipal en Quilmes -el distrito que, junto a Lanús y Hurlingham, Cristina Kirchner sigue con especial interés-, Alberto Fernández encabezaba en simultáneo, a la misma hora, un acto en el Centro Cultural Kirchner. En los días previos, el Presidente había dado su último discurso ante la asamblea general de Naciones Unidas, en Nueva York, un mensaje que tuvo poca repercusión en la agenda pública, un síntoma de estos tiempos: hace rato que las crónicas periodísticas sobre su gestión no tienen un lugar destacado.
Alberto Fernández atraviesa sus últimos meses de presidente marginado de la campaña, sin participación en ninguno de los ámbitos de discusión partidaria, y sin injerencia en las decisiones estratégicas: no hay registro en el peronismo de un mandatario y titular del Partido Justicialista con un rol tan inédito como secundario. Nadie lo menciona, no hay una ponderación de su gestión -más bien lo contrario-, y la estrategia publicitaria del ministro de Economía y candidato presidencial es en este tramo una suerte de relato fundacional -”Tenemos con qué, tenemos con quién” es el nuevo slogan-: con excepción del jefe de Estado, nadie se hace cargo de este gobierno. Hay, para colmo, un agravante: Massa apela a algunos de los logros de la actual administración, como la inauguración de viviendas, de rutas o de pasos bajo nivel, sin ningún reconocimiento a la gestión presidencial. “A veces ni siquiera le avisan”, explican desde Casa Rosada.
Para Fernández, su llegada y su permanencia en el poder fue un subibaja traumático de emociones que, según su entorno, explican este final. Uno de sus amigos recuerda por ejemplo que, un par de meses antes de que Cristina Kirchner sorprendiera por las redes con su candidatura presidencial, en mayo del 2019, la gente lo ignoraba por la calle. Cuando la vicepresidente hizo el anuncio, la rutina del entonces candidato dio un vuelco inesperado: “Los pibes se le tiraban adentro del auto, era impresionante”, rememora su amigo.
Cuando la pandemia por COVID-19 se apoderó del país, Fernández tuvo su pico máximo de popularidad. Nunca le había pasado algo parecido. “Usted es el comandante en esta batalla”, lo llegó a bendecir el radical Mario Negri en vísperas de la cuarentena, en marzo del 2020. Poco más de un año después, el mandatario caería en su propia trampa y rompería para siempre su vínculo con la sociedad con la filtración de las fotos y videos de la “fiesta de Olivos”, celebrada en pleno aislamiento, una reunión social que él mismo había prohibido por decreto. A ese quiebre emocional le siguió la ruptura del frente interno político con la renuncia masiva de funcionarios kirchneristas, un golpe de palacio que Fernández no supo afrontar. Su liderazgo, ya deslucido, empezaba a derrumbarse a pedazos.
“No solo no echó a los ministros y secretarios que le renunciaron, si no que decidió correr a los propios, fue insólito”, se lamenta ahora a la distancia un dirigente que lo estima y lo acompañó desde antes de ser presidente.
Para entonces, Fernández ya había tercerizado su vínculo con Cristina Kirchner, en fase de no retorno desde hacía tiempo, el kirchnerismo lo fustigaba públicamente de manera sistemática y los propios se resignaban a la construcción nonata de un “albertismo” que nunca ocurriría.
La gota que, para muchos de sus colaboradores, rebasó el vaso fue el anuncio que les prometió en privado durante el verano: les avisó que finalmente se había decidido a desplazar a Eduardo “Wado” de Pedro del Ministerio del Interior, harto del destrato público, y privado, del funcionario político del gobierno. A esos colaboradores -su mesa chica y algún intendente peronista del conurbano bonaerense- les adelantó que impulsaría en reemplazo de De Pedro a Cristina Álvarez Rodríguez, y que el último domingo de enero los esperaba en Olivos para comer pizza y preparar el terreno. No solo no ejecutó su decisión, si no que no dio a nadie ninguna explicación.
Eduardo "Wado" de Pedro
En un acto en Avellaneda a fin del año pasado, antes de ratificar su decisión, como el Presidente, de no ser candidata “a nada”, Cristina Kirchner se mofó de él públicamente: lo sindicó, sin nombrarlo, como el jefe de la agrupación “amague y recule permanente”. Para Fernández, cada estocada de la vicepresidente no hizo más que aumentar su rencor y empequeñecer su figura. Ahora busca oxígeno en el exterior -sus colegas sí le propinan el respeto que no pudo cosechar internamente: para el tramo final de campaña, por ejemplo, estará de viaje en China.
La última vez que se mostraron juntos en público fue el 9 de julio, en la inauguración del gasoducto Néstor Kirchner, en Salliqueló, provincia de Buenos Aires. El destrato de la ex presidenta hacia el jefe de Estado fue muy notorio, e incluso lo chicaneó mientras giraban la válvula: “Alberto, ¿por qué no me miras?”.
En ese contexto, Massa, que cuando se reconcilió con la ex presidenta le anticipó que su objetivo era convertirse en “jefe”, jugó a todo o nada para ser candidato, y su apuesta final a un mes de las elecciones generales consiste sencillamente en insistir con esa estrategia: está decidido a ir a fondo con tal de llegar al balotaje.
Massa ostenta, desde hace varios meses, la centralidad absoluta de la campaña: es ministro de Economía, se mueve como jefe de Estado y es el candidato del peronismo con plenos poderes y amplísimo margen de acción. El líder del Frente Renovador está en el lugar que siempre quiso estar, con un enorme abanico de relaciones con el círculo rojo político, empresario, sindical y judicial, aunque tal vez el contexto no sea el más adecuado. En medio de una campaña cuesta arriba, en las puertas de un brutal cambio de época que un economista estrafalario y polémico como Javier Milei, al que en algún momento el propio ministro alentó, supo capitalizar a la perfección en términos electorales.
“Quemó más de un punto del PBI en una semana, si eso no es jugar a fondo no sé qué es jugar a fondo”, lo retrató por estas horas un íntimo colaborador. Le valió, en ese sentido, durísimas críticas opositoras, que pronostican hacia fin de año la posibilidad de un estallido inflacionario mayor al actual.
A Massa no le importa: su único objetivo es entrar en la segunda vuelta para tener, en ese caso, la chance -difícil, a priori, en lo numérico- de llegar de una buena vez a la Presidencia y ejercer, a diferencia de Fernández, el poder con mano de hierro.
Este viernes, el candidato de Unión por la Patria realizará más anuncios de “alivio fiscal” para monotributistas, autónomos y PyMEs a los cambios oficializados en Ganancias y en la devolución del IVA para la adquisición de productos de la canasta básica, una medida que alcanzaría a unos 20 millones de consumidores y que, según las fuentes, llegaría en estos días a los 100 mil millones de pesos.
“Más arriba que esto no hay nada”, resaltaron desde el massismo hace algunos días en alusión a un encuentro privado que mantuvieron Massa, Máximo Kirchner y “Wado” De Pedro. Una reflexión sobre el rol del ministro y de dos de los principales dirigentes de La Cámpora, y del papel que decidió jugar en este tiempo Cristina Kirchner, que mañana vuelve a la escena pública con un acto en una universidad porteña tras más dos meses de silencio.
Massa definió ponerse al hombro la campaña, reclutó a gobernadores y a sindicalistas, y pidió a los intendentes del Gran Buenos Aires que le junten al menos “3 puntos más” en cada distrito tras el fenomenal corte de boleta que muchos de ellos instrumentaron en el conurbano para salvarse las ropas. Y conversó con la ex presidenta sobre la posibilidad de enviar un mensaje a algunos sectores que, según se prevé, podría concretarse este mismo sábado en su reaparición pública.
El ministro-candidato no tiene las garantías de que toda esa maquinaría electoral le alcance primero para llegar a la segunda vuelta, y después para ganar. No es fácil. Todo lo contrario. Pero está dispuesto a hacer cualquier cosa para intentarlo. Y eso implica, por ejemplo, disimular lo más que se pueda al Presidente.
Infobae