El líder gaucho logró frenar casi una decena de incursiones realistas por la frontera norte. Valorado por San Martín y Belgrano, siempre encaró sus luchas en soledad, mientras Buenos Aires le daba la espalda. Hace 202 años moría luego de diez días de una terrible agonía.
Martín Miguel de Güemes, 36 años, estaba en El Chamical, a una legua de Salta, cuando el coronel Angel Mariano Zerda, un salteño de 29 años, jefe de su vanguardia, fue con la novedad que en las serranías de Lesser y Los Yacones habían visto reflejos de armas. El líder salteño no le dio importancia, ya que creía improbable que tropas españolas pudieran transitar por esos lugares.
Estaba equivocado. Eran 400 infantes liderados por el coronel José María Valdés que había sido comisionado por el general Pedro Antonio Olañeta para encarar una nueva invasión a Salta.
Paralelamente, Olañeta con 1000 hombres iría por la quebrada de Humahuaca hacia Jujuy, esperando la buena nueva de Valdés cuando se hiciera dueño de Salta.
Valdés era un valenciano que de joven se había radicado en Salta, que por su carácter un tanto impulsivo él mismo se había puesto el apodo de “El Babarucho”. Como se ganaba la vida como tropero y contrabandista, conocía caminos inaccesibles para la mayoría y senderos ocultos. Si bien se las arregló para acercarse a la ciudad ocultándose de día para que no delatase el brillo de las armas, esto finalmente ocurrió.
Valdés se había mantenido oculto en la sierra de los Yacones y en la noche del 7 de junio entró en silencio en la ciudad y se quedó en la plaza principal. En toda historia hay un traidor. Fue por el comerciante Mariano Benítez, quien le pasó el dato de que Güemes estaba en la ciudad, y se le preparó una encerrona.
El líder gaucho había nacido en Salta el 8 de febrero de 1785, en el seno de una familia de muy buena posición económica. Su padre Gabriel de Güemes Montero era español y su mamá María Magdalena Goyechea y la Corte, una jujeña que se había casado quinceañera.
Durante la primera invasión inglesa al mando de un pelotón de Húsares, un joven de 21 años obligó a rendirse al buque inglés Justina, aprovechando que una bajante de las aguas lo mantenía inmovilizado. Fue así como un barco fue tomado por un grupo de jinetes. Ese joven era el salteño Güemes.
Cuando estalló la Revolución de Mayo, le habían dado la misión de patrullar la quebrada de Humahuaca. Como una suerte estímulo, fue ascendido a capitán al considerarlo “un oficial infatigable”. Tuvo un papel determinante en la victoria patriota en Suipacha el 7 de noviembre de 1810, aunque curiosamente no fue mencionado en el parte de batalla, posiblemente por haber insistido en perseguir a los españoles y terminar con ellos, cosa que no se hizo.
Como Güemes convivía con una mujer casada y, aparentemente, vivían junto al esposo que decía que el salteño lo había amenazado de muerte si denunciaba la situación, fue acusado por Manuel Belgrano de llevar una vida licenciosa y enviado a Buenos Aires. En la ciudad conoció a José de San Martín, y ambos armarían una dupla perfecta; con Belgrano también terminarían como grandes amigos.
Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, lo reconoció como General en jefe y lo puso a cargo de las avanzadas del Río Pasaje. El 29 de marzo de 1814 fue llamado “benemérito” cuando derrotó a los realistas en la ciudad de Salta.
Tuvo a maltraer a los españoles comandados por Joaquín de la Pezuela, a quienes atacó en distintos puntos en las provincias de Salta y Jujuy. El Directorio lo ascendió a coronel graduado del Ejército y jefe militar en Tucumán y Tarija.
Al mando de sus gauchos, “los infernales” como se los conocía, el 14 de Abril de 1815 derrotó a la vanguardia del ejército enemigo en Puesto del Marqués. Tuvo serios enfrentamientos con José Rondeau, jefe del Ejército del Norte, a raíz de los cuales Güemes se fue con sus gauchos y se lo declaró “traidor”. Güemes tenía otras cuestiones en las que ocuparse: derrocar al gobierno conservador de Salta. Para ello, contaba con la colaboración de su hermano Juan Manuel, funcionario del cabildo local, que movió los hilos para que el 6 de Mayo de 1815 el cabildo local lo nombrase “Gobernador de la Intendencia de Salta”. Era un extenso territorio que abarcaba las actuales provincias de Salta y Jujuy, y Tarija.
El monumento dedicado a su memoria, en la ciudad de Salta, está en la zona donde falleció en 1821
Su hermana María Magdalena Dámasa, familiarmente apodada como Macacha le presentó a María del Carmen Puch y Velarde, una chica de 18 años, rubia, de ojos azules. Se casaron el 15 de julio en la Catedral de Salta y tendrían tres hijos: Martín (que llegaría a gobernador), Luis e Ignacio.
Vivió la guerra a la par de su marido; lo asistió y acompañó hasta que la llegada de los hijos se lo permitieron. Cambiaba regularmente de residencia, porque se rumoreaba de un plan español para secuestrarla y así doblegar al indómito de su esposo.
Por su rebeldía, Rondeau lo declaró “reo de Estado” y el cabildo de Jujuy desconoció su autoridad. Terminaría llegando un acuerdo con el jefe porteño, que se conocería como el “Pacto de los Cerrillos”.
Apoyó decididamente el Congreso que se reunió en Tucumán en 1816. “¿Cuándo llegará el día en que veamos reunido nuestro Congreso compuesto de sabios y virtuosos que formen una Constitución libre, dicten sabias leyes y terminen con las diferencias de las provincias?”, escribió.
Buscaba apoyo financiero. Esperó infructuosamente, la ayuda monetaria que su amigo el director Pueyrredón le había prometido para mantener un ejército que ya superaban los 5000 hombres. El jefe salteño continuaba haciendo frente a los continuos intentos españoles por adentrarse en el territorio. Ya se había ganado el mote de “intrépido Güemes”.
En medio del anárquico año 20, San Martín lo designó General en Jefe del Ejército de Observación sobre el Perú. El salteño, preocupado por conseguir fondos, les había solicitado a las damas jujeñas que colaborasen en la confección de ropas para sus soldados. En esa tarea también colaboró su hermana Macacha, quien convirtió su casa en un taller, en la que vivía con su marido Román Tejada Sánchez. Para Macacha, coser fue lo más simple que hizo, ya que participó en arriesgadas misiones de espionaje en favor de su hermano.
En el Panteón de las Glorias del Norte están los restos de Güemes, de su esposa Carmen Puch, y los de Juan Antonio Álvarez de Arenales, Rudecindo Alvado, Martín Silva de Gurruchaga, José Antonio Fernández Cornejo y Facundo de Zuviría. También están las urnas con restos del soldado desconocido de las batallas de Salta, Florida, Suipacha y Sipe-Sipe (Adrián Pignatelli)
No perdía de vista el panorama nacional, pero la disgregación interna lo distraía de la tarea en la que estaba en plena sintonía con San Martín. A la par que le proponía a Bustos celebrar un Congreso General para ordenar al país y coordinar las acciones militares, y terminar con los enfrentamientos entre las provincias, el 24 de mayo de 1821 miembros del Cabildo intentaron derrocarlo como gobernador, pero, ante la aclamación popular, los golpistas huyeron; algunos no tuvieron ningún empacho en refugiarse en el cuartel general de los españoles.
Güemes estaba ese 7 de junio de 1821 en la ciudad con una escolta de 50 hombres. Fue a la casa de su hermana Macacha, que estaba en Balcarce y España. Allí estaban su cuñado Dionisio Puch, el coronel Jorge Enrique Vidt y Martín Otero. Era la medianoche cuando despachó a un mensajero que debía sí o sí atravesar la plaza. Al llegar fue sorprendido por un “quién vive” y cuando respondió “la Patria” recibió una descarga a quemarropa.
Los disparos alertaron a Güemes, quien creyó que se estaba desencadenando una revolución y fue a ver qué era lo que ocurría. Al llegar a una bocacalle le preguntaron “quién vive” y él, comprendiendo lo que ocurría, respondió “la Patria” y escapó al galope, mientras le efectuaban, sin suerte, una descarga.
Tal vez quiso ir a la casa de su madre, por eso tomó la calle de la Amargura. Al llegar al viejo puente de piedra que cruzaba el Tagarete de Tineo (tagaretes eran los canales que pasaban por la ciudad) en la esquina de Balcarce y Belgrano le cortó el paso un grupo de fusileros del rey y los enfrentó con los pocos hombres que lo acompañaban, ya que algunos habían caído y otros habían sido hecho prisioneros.
En otra esquina volvieron a preguntarle el santo y seña y, sable en mano, saltó con su caballo sobre dos hileras de soldados, armados con fusiles y bayoneta calada.
Una primera descarga no lo alcanzó pero en la segunda un proyectil ingresó por su cadera derecha y se alojó en su ingle.
Tendido sobre el pescuezo del caballo para no caerse de la silla, galopó en la oscuridad. Al cruzar el río Arias, se encontró con una de sus partidas: “Vengo herido”, les dijo.
Lo bajaron del caballo, armaron una camilla con ramas y ponchos y por el camino de El Chamical, a unas cuatro leguas al sudeste de la ciudad, fueron hasta su finca en La Cruz. Pero como sus hombres consideraron que no era un lugar seguro, decidieron internarse en las sierras y quedarse en la Quebrada de la Horqueta.
Hasta allí fueron llegando paisanos de distintos puntos de la provincia, a medida que se enteraban sobre lo que había ocurrido. Sabía que se moría, por eso fue despidiéndose de todos, haciéndoles prometer que debían seguir la lucha contra los españoles.
El padre Francisco Fernández fue el que lo reconfortó espiritualmente en sus últimos momentos.
Cuando Olañeta, que estaba en Jujuy, se enteró de que estaba herido, le envió emisarios. Estos ofrecieron abrirle camino a Buenos Aires para que pudiera ser atendido por los mejores médicos, a cambio de su rendición.
El salteño, tendido en un catre que había armado Mateo Ríos, hizo llamar al coronel Vidt, jefe de su estado mayor. En presencia de los emisarios españoles, le ordenó que marchase con sus fuerzas a poner sitio a la capital, haciéndole jurar que continuaría la lucha hasta que no quedase en la tierra un solo argentino o un solo español.
Luego se dirigió a los españoles. “Diga a su jefe que agradezco sus ofrecimientos sin aceptarlos: está usted despachado”.
José Redhead, el médico amigo de los Güemes, que había atendido a Manuel Belgrano en 1819 y 1820, obtuvo el permiso de los españoles para ir a revisarlo: ya le había adelantado que cualquier herida que recibiera sería mortal, ya que se suponía que sufría de hemofilia.
Pero los intentos tanto de Redhead, como su colega Castellanos, fueron inútiles. Según la tradición oral de la familia Güemes, sus últimas palabras fueron para su esposa Carmen Puch. “Mi Carmen no tardará en seguirme; morirá de mi muerte así como vivió de mi vida”.
Falleció el 17 de junio de 1821 y fue sepultado al día siguiente en la capilla de El Chamical. En 1822 sus restos fueron trasladados a la vieja Catedral, por 1877 al panteón familiar en el Cementerio de la Santa Cruz y finalmente en 1918 a la Catedral de Salta, en el Panteón de las Glorias del Norte.
La historia tardó en reconocer su labor en el norte. Cuando murió, en Buenos Aires un diario anunció que “había un cacique menos”. Sería a comienzos del siglo veinte cuando la figura y la trayectoria del único general muerto en batalla por las guerras de la independencia fue revalorizada.
En cada aniversario de su fallecimiento, al pie del cerro San Bernardo, donde se levanta el monumento que lo recuerda, se baila, se canta y se cuentan historias sobre su vida.
No se equivocó. La tradición popular cuenta que su esposa Carmen, al enterarse de la muerte de su marido, al que seguiría la de su enfermizo pequeño hijo Luis, se encerró en su habitación, se cortó sus cabellos y dejó de comer. Tenía 25 años cuando falleció el 3 de abril de 1822. La Carmencita había seguido los pasos de su amado Güemes, hasta a la misma muerte.