Mafalda nació el 15 de marzo de 1962. Doce tiras para una marca de electrodomésticos, que no llegaron a publicarse, resultaron el primer paso. Ícono del cómic nacional, se trasformó en símbolo de rebeldía, paz y democracia en muchos países. Fallecido hace casi dos años, imaginamos qué diría Quino hoy de los 60 años de su hija de tinta y papel. Aquí la glosa de su testimonio.
Si parece que fue ayer, qué digo ayer, ahora mismo. Yo venía de trabajar en revistas como “Rico Tipo”, “Tía Vicenta” y me presentaron a la gente de la empresa Siam Di Tella. Sí, ya sé, nada que ver, pero uno tenía que vivir, ¿sabe? Me acuerdo que ellos iban a sacar una línea de electrodomésticos con el nombre de Mansfield. Entonces me dije Mansfield… Mansfield… Mafalda ¿No es un nombre hermoso? Y el 15 de marzo de 1962, cuando ella nació, le puse Mafalda. Hoy cumple 60 ¿No le parece increíble?
Cuando la vi por primera vez sentí mucha ternura, tenía algo simple. La cara redondita, el pelo, esa peluca negra que todavía le cubre el ochenta por ciento de la cabeza, exagerado, tal vez demasiado prolijo. Después los trazos se fueron perfeccionando, más parecidos a lo que todavía es. Baja fue siempre, rellenita también, el moñito interrumpiéndole la melena no se lo sacó jamás; y la boca, la boca formando una O lo suficientemente grande para gritar sus verdades. Así fue siempre, se lo aseguro, aunque usted sólo la haya visto como una niña y no pueda imaginársela como una mujer adulta.
Recuerdo que desde muy chiquita yo la miraba y me imaginaba una tira cómica. Un personaje de “Peanuts”, de Charles Schulz, que en ese momento dibujaba a Charlie Brown, a Snoopy. Y a mi me gustaba que fuera un poco así, porque los personajes de Schulz no tenían un único rasgo, como era común en la época, sino varios, y complejos. Malfalda tenía algo de eso. Era sensible, inteligente, preguntona, caprichosa. Levantaba la voz cuando algo le parecía mal. Creo que desde la cuna le dolía la injusticia.
¿Si por eso no llegué a trabajar para Siam? Nada que ver. Ellos decidieron no sacar la línea Mansfield y nosotros nos fuimos a otro lado. Entiendo que fue a partir de ese momento cuando todo el mundo comenzó a fijarse en ella. Estuvimos un tiempo muy breve en la revista “Leoplán” y después sí, nos asentamos: primero en el semanario “Primera Plana” y después en el diario “El Mundo”.
Me acuerdo de la fecha y todo: el 29 de septiembre de 1964. Me preguntó si yo era el papá más bueno de todos los papás del mundo. A mi sorprendió un poco la pregunta, me dio cierto pudor, incluso. Le dije “bueno, no sé, a lo mejor hay otro papá más bueno que yo”. Ella se enojó mucho. Dijo “lo suponía”, se dio media vuelta y se fue a la mesa del comedor a dibujar. Después de un rato, gritó: “¡¡¡Estas cosas ocurren solamente en este país!!!”.
Las dos paradojas de Mafalda
Primera paradoja. Mafalda fue concebida para vender electrodomésticos y acabó por convertirse en un símbolo de todos aquellos que quieren un mundo más justo y que cuestionan el poder del dinero.
Segunda paradoja. Mafalda nació en la Argentina, tiene su voz y su acento, dio cuenta de una porción importante de su historia (los años 60 y comienzos de los 70), pero se transformó en la expresión de una identidad mucho más amplia. Y, por qué no, global: fue publicada en 26 idiomas.
A partir de ambas paradojas la tira dibujada y escrita por Quino se editó en casi toda América Latina, pero también en Italia, España (durante la dictadura franquista con la leyenda “Para adultos”, en tapa), Francia, Alemania, Dinamarca, Portugal, Suecia, Finlandia y Grecia. También en Taiwán, donde se encontraron ediciones piratas.
Una familia muy normal
Al principio sólo estábamos mi mujer, Mafalda y yo. Guille llegó después. Creo que para incomodar a su hermana, para darle un poco de su propia medicina. A tal punto que se ponía muy contento cuando había sopa, algo que a ella le daba mucha bronca e incluso asco. Pero le decía, eso fue después. Éramos una típica familia de clase media de los años 60: mi mujer ocupándose de la casa, yo del trabajo y Mafalda haciéndonos preguntas ante las que no sabíamos muy bien qué responder. Nos forzaba a cuestionar todo, desde la vida doméstica hasta la realidad política.
Así como amaba a los Beatles, al Pájaro Loco y a los panqueques, Mafalda odiaba la sopa. Pero tenía que tomarla. Sobraban argumentos: que los chicos que no la tomaban no crecían, que se quedaban niños para siempre, que nunca llegaban a ser grandes. Cierta vez, mirando el plato sin decidirse a tocar ni siquiera la cuchara, dijo: “Qué tranquilidad reinaría hoy en este mundo si Marx no hubiera tomado la sopa”. Ella era así, espontanea y brutal.Al principio sólo estábamos mi mujer, Mafalda y yo. Guille llegó después. Creo que para incomodar a su hermana, para darle un poco de su propia medicina. A tal punto que se ponía muy contento cuando había sopa, algo que a ella le daba mucha bronca e incluso asco. Pero le decía, eso fue después. Éramos una típica familia de clase media de los años 60: mi mujer ocupándose de la casa, yo del trabajo y Mafalda haciéndonos preguntas ante las que no sabíamos muy bien qué responder. Nos forzaba a cuestionar todo, desde la vida doméstica hasta la realidad política.
Así como amaba a los Beatles, al Pájaro Loco y a los panqueques, Mafalda odiaba la sopa. Pero tenía que tomarla. Sobraban argumentos: que los chicos que no la tomaban no crecían, que se quedaban niños para siempre, que nunca llegaban a ser grandes. Cierta vez, mirando el plato sin decidirse a tocar ni siquiera la cuchara, dijo: “Qué tranquilidad reinaría hoy en este mundo si Marx no hubiera tomado la sopa”. Ella era así, espontanea y brutal.
A mi siempre me gustó la sopa y creo que con su rechazo buscaba diferenciarse, dejarme en claro que podía hacer su propio camino. Tiempo después me di cuenta que su odio a la sopa era también una metáfora sobre el militarismo y la imposición. Eran los años de la guerra fría, las guerrillas y la revolución, de un mundo convulsionado y con mucho miedo a una guerra atómica. Y a ella, sin dejar de ser la niña que siempre fue, nada le era ajeno. Incluso decía que quería estudiar idiomas y emplearse como intérprete en las Naciones Unidas para contribuir con la paz mundial. El mundo de los adultos le resultaba un lugar incompresible, arbitrario y doloroso.
Una tarde Mafalda llevó a Miguelito hasta la esquina de casa, donde todos los días estaba apostado un policía. Se paró al lado del agente y levantando con suavidad el bastón que le colgaba del cinto, miró a su amigo y le dijo: “¿Ves? Este es el palito de abollar ideologías”. Yo me reí mucho cuando lo supe. Era la Argentina de entonces, atravesada por los golpes de Estado, la represión y el idealismo de los jóvenes en su lucha por una sociedad más justa e igualitaria.
Amigos son los amigos
Así como yo nunca sería quien soy sin Mafalda ella no sería quien es sin sus amigos. Necesitó de ellos para ser quien usted sabe que es. Por proximidad, por diferencia, por contraste. Su primer amigo fue Felipe. Se conocieron en enero del 65. Yo todavía estaba en “Primera Plana”. Me acuerdo porque Felipe tenía dos graciosos dientes de conejito y era muy parecido a un periodista amigo mío, Jorge Timossi.
Felipe era soñador, un poco tímido, despistado. Todavía recuerdo cómo lo agobiaba hacer la tarea que le daban en la escuela. A Mafalda le gustaba estar con él. Tal vez porque disfrutaban de los Beatles y porque de algún modo no terminaban de encajar con el mundo en que vivían. Escuche esto. Un día Felipe se compadecía de su tortuga por todo lo que esta no sabía: que estaba en un patio, que a su vez estaba en una casa, que formaba parte de una ciudad, de un país, de un mundo, de un espacio exterior… Llegado a este punto le sacó al animal la lechuga que acaba de darle, apoyó la espalda contra la pared y empezó a morderla, con desasosiego.
Ese mismo año me fui a trabajar a diario “El Mundo”, donde Mafalda me acompañaba siempre. Su grupo de amigos se había ampliado con Manolito y Susanita. Recuerdo que el pibe tenía la cabeza cuadrada y el pelo tan corto que parecía un cepillo. Era muy parecido a un panadero gallego que yo conocía: Anastacio Delgado. Manolito era egoísta, solo pensaba en la plata y sus ideas eran bastante conservadoras, por otra parte.
Susanita era un caso. Le diría que era la antítesis de Mafalda: egoísta, racista, despectiva con los pobres, ciertamente ignorante. Creo que si hubiera podido elegir otra vida hubiese sido una reina despótica y despiadada. Pero eran niñas, las únicas del grupo hasta que llegó Libertad, que resultó ser una versión radical de Mafalda. Pero volviendo a Susanita, yo siempre me preguntaba qué era lo que realmente las unía. Y visto desde hoy creo que aquello era pura sororidad. Mafalda creía en el empoderamiento de las mujeres y me parece que de algún modo buscaba redimirla a través de la amistad.
Una vez Susanita llegó a casa indignada. Estaba muy enojada. Les recriminó a los gritos a Mafalda y Felipe su silencio ante lo ocurrido el día anterior: nadie, pero nadie, había ido a trabajar. Esto confirmaba lo que tantas veces ella les había dicho: los argentinos no querían trabajar. Más enojada que ella, Mafalda dijo: "Nadie fue a trabajar ni acá ni en ningún otro país Susanita, porque ayer fue el Día del Trabajador". Ante lo que su amiga replicó: “¡Como de costumbre! En este país lo único que sabe hacer la gente es copiar cosas del extranjero”.
De los amigos de mi hija, Felipe, Susanita y Manolito eran los que yo más quería. También a Miguelito, por cierto, con sus preguntas a veces complejas, a veces absurdas; un ser que soñaba despierto. A veces sentía que quería a esos niños como si también fueran hijos míos. Y no solo porque Mafalda los había elegido para compartir su infancia. No solo por eso, no. Creo que veía en ellos lo que de algún modo yo mismo era. En Felipe y Miguelito aquello que más me gustaba de mi. En Manolito y Susana, todo lo que odiaba.