La cinta de Fernando Frías seleccionada por México para los Oscar y nominada a los Goya se ha convertido en el fenómeno de la temporada a fuerza de refutar todos los tópicos del cine violento periférico
Enterrado en el catálogo de Netflix, habita un monstruo que literalmente se come los algoritmos. Ajeno al ruido de las series producidas en serie de atracos perfectos y de jugadoras de ajedrez también perfectas, se encuentra 'Ya no estyo aquí', de Fernando Frías. Es una película, pero sobre todo es una declaración de principios. Es una de las cintas nominadas a mejor película iberoamericana en los Goya (de ahí su actualidad), pero también es milagro; un prodigio que paso a paso desde que en mayo de 2020 la plataforma la arrojara más que estrenarla ha ido ganando adeptos que de golpe se han convertido en adictos. Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón la saludan como el fenómeno de la temporada y se ofrecen a hacer de padrinos de cara a los Oscar (es la candidata mexicana), y hasta el cinéfilo Pedro Almodóvar la ha incluido en su siempre esperada lista anual de lo mejor del año. Hay que usar la lupa de buscar (no salta como recomendación), pero, definitivamente, no hay algoritmo que pueda con ella.
"Ha sido un camino largo y difícil", comenta desde el otro lado del Zoom el director. "La película", sigue, "fue rechazada en muchos festivales. Y ahora, la verdad, lo entiendo. Nunca quise hacer la típica producción violenta que los europeos esperan de nosotros. No es un misterio que el cine sudamericano ha hecho de la violencia y la tragedia un producto de exportación. Llámalo pornomiseria o como quieras. Hay un mercado educado y excluyente que busca esa sordidez. El problema es que lo hemos aceptado y nosotros mismos repetimos aquello que tiene éxito en los festivales internacionales".
En efecto, 'Ya no estoy aquí' tiene que ver poco o nada con las historias de narcotraficantes y violencia que han acabado por transformarse en parodias de sí mismas. Se cuenta la historia de Ulises (el no-actor Juan Daniel García Treviño), un joven mexicano de Monterrey, un Kolombiano con K, como se autodenominaba tiempo atrás esta especia de movimiento o sólo manifiesto adorador de la cumbia, pero una cumbia rebajada, pausada, con las pilas casi agotadas y bailada con unos pasos lentos de cóndor triste en el cielo que recuerdan a las danzas precolombinas; unas danzas en círculo que rezuman asuntos tales como el calculado placer de lo ingrávido, lo perecedero, lo fútil, lo mágico. Todo eso y el orgullo de saberse, sentirse y quererse diferente.
"Los prejuicios forman parte de nosotros. Si eres pobre, tienes por fuerza que ser también moreno y feo. De eso se alimenta el populismo. Quería contar una historia de adolescentes que generan unos símbolos que les dignifican y les hacen reivindicar su pertenencia a un lugar", comenta a modo de capítulo de intenciones el director. La película avanza por la pantalla como el ya habitual drama de emigración y dolor, pero al revés. Cuando el protagonista, por culpa de una mala jugada, se vea obligado a huir hacia los que otros consideran el paraíso (Nueva York), él sólo se dará de bruces con la incomunicación, el desarraigo y el deseo ferviente de regresar. Frías evita toda mirada miserablisita a la vez que huye de las descripciones etnográficas. Toda la tragedia discurre al ritmo profundo, nostálgico y hasta cierto punto incomprensible de la música que se escucha. Es cine para el misterio, la fe, el dolor y, por supuesto, la esperanza.
La cinta de Fernando Frías seleccionada por México para los Oscar y nominada a los Goya se ha convertido en el fenómeno de la temporada a fuerza de refutar todos los tópicos del cine violento periférico