Sonreír ante una cámara es hoy un acto reflejo y casi hasta una obligación pedida por el fotógrafo.
Pero no siempre fue así. Un vistazo a un álbum antiguo y no hay asomo de una risa, ni siquiera estiran tímidamente los labios. Todos serios, mortalmente graves. ¿Por qué nadie sonreía en los retratos? ¿Cuándo empezamos a alegrarnos delante de un objetivo?
Las razones son básicamente dos: técnica y, sobre todo, moral. Al comienzo de la era de la fotografía, en el siglo XIX, los retratados debían pasar un largo tiempo hasta que el daguerrotipo era capaz de captar la imagen, al menos diez minutos para recoger la luz. Imposible mantener un gesto forzado durante tanto tiempo sin que el resultado fuera un borrón. De hecho, en ocasiones contaban con reposacabezas para evitar el entumecimiento muscular.
Las razones técnicas no invitaban entonces a la alegría, pero los retratados tampoco habrían esbozado ningún síntoma de alborozo aunque la tecnología hubiera sido más rápida. El motivo principal para no sonreír delante de una cámara era moral. La sonrisa era vista tradicionalmente en occidente como un gesto infantil y principalmente desdeñoso. La cultura artística europea mostraba que la risa estaba reservada para los locos, los borrachos, los niños, la gente del espectáculo y las prostitutas.
La literatura al respecto es abundante. El escritor Mark Twain, según recoge el artista Nicholas Jeeves en un artículo publicado en The Public Domain Review, dejó anotado: «Una fotografía es un documento demasiado importante, y no hay nada que lo dañe más y lo estropee que una tonta, estúpida sonrisa grabada para la posteridad». Los retratos fotográficos, entonces caros, estaban reservados a personalidades o gente pudiente, preocupadas en ofrecer una imagen responsable de sí mismos. Como anotó el escritor Charles Dickens: «La sonrisa es para las damas y caballeros a los que no les importa parecer inteligentes»
El historiador francés Colin Jones, estudioso de la evolución de la sonrisa, sostiene que en las artes plásticas se pensaba que la mejor forma de captar el carácter era el reposo. La esencia del individuo no se podía expresar con una emoción fugaz o fingida. Y también está la dificultad del retratista para acertar con el matiz de la sonrisa en un retrato: evitar que resulte una mueca irónica, una burla, mostrar suficiencia… Demasiados tonos evitables con un gesto adusto natural.
Los primeros retratos a mediados del siglo XIX eran sucesores directos de está visión sobre la imagen propia. Y, salvo raras excepciones, se mantuvo así durante toda la centuria y hasta bien entrado el siglo XX. Hasta que, una vez más, Hollywood invirtió la tendencia con sus películas y las sesiones fotográficas de los actores recogidas en revistas con alcance mundial. La eclosión del cine americano, la popularidad de las estrellas, su imagen siempre alegre y despreocupada influyó en la forma de posar ante la cámara. Los dientes comenzaron a asomar delante del objetivo y se extendieron como una feliz plaga, alimentada por la facilidad técnica para captar los instantes, cada vez con mayor rapidez y en mayor número.
Ni siquiera las personalidades tienen ya necesidad de mostrar un porte firme en cada instantánea. Ahora son habituales las sesiones de fotos humanizadoras desde presidentes a casas reales. El ideal del individuo se forja para la posteridad en todo el rango emocional que recogen las imágenes en su conjunto. Aunque, como explica el historiador Colins, la cuestión no afecta a culturas menos occidentalizadas. Allí, donde la sonrisa no está tan valorada socialmente, el revelado sigue siendo de caras tímidas o directamente serias, como en cualquier fotografía antigua.