El quinto centenario del viaje de Elcano no tiene un relato completo si no se considera el papel de las especias como el gran incentivo económico que llevó a buscar las Indias más allá de América.
A punto de alcanzar el ecuador del año, los actos conmemorativos de la primera circunnavegación son, sin duda, los más relevantes, máxime después de que el Gobierno socialista, abrumado por su complejidad, apartara de sí un cáliz, el cortesiano, que el presidente López Obrador se encargó de rellenar. En estas circunstancias, la gesta de Elcano es un pretexto ideal para exponer asuntos como el que pretendemos, morosamente, presentar en esta pieza.
El origen hemos de buscarlo en la primavera de 1492, cuando, en las capitulaciones otorgadas a Cristóbal Colón, se hablaba de «perlas, piedras preciosas, oro, plata», pero también de «especiería», bienes materiales que acompañaban al objetivo más preciado, incluido en el salvoconducto en latín entregado a navegante por los Reyes Católicos. En él se subrayaba el fin principal de la empresa: «Fidei ortodoxe aumentum», es decir, el aumento de la fe ortodoxa. Meses después, la flota colombina echó sus anclas en un archipiélago que no era la antesala de Las Indias, sino de lo que se demostró ser un inesperado continente que transformó la concepción del mundo. Como consecuencia del descubrimiento, Portugal y España, potencias marítimas hegemónicas, trataron de establecer con precisión la longitud de unas líneas que, en Tordesillas, dividieron en dos el globo. En ese contexto, la ubicación de las Molucas fue el impulso que llevó a Magallanes a buscar un paso natural que permitiera acceder a tan rico enclave. La polémica a propósito de la propiedad de las islas se resolvió en 1529, con la firma del Tratado de Zaragoza en el que España vendió,
reservándose el derecho de recompra, las islas a Portugal por 350.000 ducados. De este modo, la Especiería, que había contado con una factoría española en Tidore y con la Casa de Contratación de La Coruña para canalizar aquel comercio, quedó fuera del orbe hispano, circunstancia que ofreció la oportunidad de construir una suerte de Especiería Occidental en las no menos occidentales Indias, actividades productivas que rompen el tópico de unos españoles ávidos únicamente de metales precisos.
Las nuevas tierras favorecían la posibilidad de aproximar el acceso a materias y productos propios de Oriente. Entre ellos destacaba la seda, cuya implantación en la Nueva España nos remite a Hernán Cortés, que el 1 de octubre de 1526 pidió por carta a su padre el envío de carneros y merinos y «simiente de seda». Una década más tarde, solicitaba un trato favorable a su soberano, empleando estos argumentos:
«Cómo yo he seido el primero que en esta tierra he criado árboles de morales y he cridado y aparejado seda y he halladolas tintas de carmesí e otras colores convinientes e provechosas para ella, y porque de criarse y multiplicarse en esta Nueva España en mucha cantidad de los dichos árboles de morales redundará en señalado servicio de Sus Magestades e acresçentamiento de su Real Patrimonio, mucho provecho de los españoles e naturales conservación e buen tratamiento dellos».
Las «tintas carmesí» las procuraba la cochinilla, inexistente en Europa, razón por la cual alcanzó precios desorbitantes.
La llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza y, más tarde, la de su hijo, el conocido como don Francisco de Mendoza, El Indio, supuso un impulso para esa suerte de Especiería Occidental. Debilitada la ruta hacia Oriente, máxime tras el desastre de la expedición de López de Villalobos, don Francisco buscó una alternativa. Una vez terminada su relación geográfica del Perú, encargó en 1552 el Libellus de medicinalibus indorum herbis, dedicado a la medicina inca. El libro debía acompañar a un propósito diferente al señalado en su título. En efecto, Mendoza viajó a la Corte para entregar a Carlos I unas muestras de jengibre y raíz de China cosechadas en la Nueva España. El éxito mendocino venía a dar cumplimiento a una real provisión fechada en 1518, en la que se estimulaba a los españoles para cultivar clavo, jengibre y canela en América. Animado por aquel éxito, años después, Mendoza redactó un documento en el que solicitaba una serie de ventajas para cultivar, a ambos lados del Atlántico: pimienta, clavo, canela, jengibre y sándalo. Dentro de aquella operación, a las condiciones económicas se añadió la del secreto que debía guardarse en relación a esas actividades, pues Portugal, que atesoraba la genuina Especiería, nada debía saber de ellas.
Don Francisco de Mendoza, al que se le exigieron unos plazos para hacer las plantaciones, logró así un monopolio del que el rey obtendría grandes beneficios. No obstante, en el caso de que la rentabilidad fuera muy elevada, la corona podría recuperar todo el control a cambio de una elevada renta anual para Mendoza. A pesar de las altas expectativas, el negocio fracasó. En 1571, con Martín Enríquez como virrey novohispano, el monopolio de Francisco de Mendoza, fallecido en 1563, cesó y dio paso al cultivo de jengibre en Andalucía.
Años antes, en 1565, Andrés de Urdaneta había logrado completar el tornaviaje que abrió la ruta que unió España con aquella Indias que trató de alcanzar Colón. Por ellas navegó el Galeón de Manila o Nao de China, que unía a las dos Indias con Europa.