En poco más de medio siglo, hemos pasado de producir al año dos millones de toneladas de plástico a más de 400 millones. Este material está en todas partes: tierra, mar y aire, y su capacidad de destrucción desafía lo imaginable.
¿Eres vegano? ¿Diabético? ¿Tienes la tensión alta? ¿Intolerancia al gluten? ¿A la lactosa? ¿Eres pescetariano (o sea, no comes carne pero sí pescado)? ¿Musulmán? ¿Judío? ¿Testigo de Jehová? ¿Sigues una dieta? ¿No bebes alcohol?
¿O eres de los que comen de todo?
No te preocupes: este artículo trata de tu comida.
Da igual que no tomes cerdo, o marisco, o carne, o pescado, o pan, o bebidas alcohólicas, o bebidas azucaradas. Todas las dietas tienen un elemento unificador: plástico. O, mejor dicho, microplásticos, es decir, fragmentos de ese material de menos de cinco milímetros de largo, según la definición de la Administración Nacional para la Atmósfera y el Océano (NOAA, según sus siglas en inglés) de EEUU.
Comer partículas de plástico une a todos los seres humanos por encima de fronteras, religiones, ideologías y lenguas. Lo hacen desde los esquimales de Siberia hasta los habitantes de las megalópolis del mundo en vías de desarrollo. Si decides, llevado por este artículo, iniciar una huelga de hambre como protesta, también estarás ingiriendo plástico.
Lo harás cada vez que bebas agua. Y cada vez que respires. Un estudio realizado en 2016 en Francia revela que, una persona que vive y trabaja en lugares cerrados (lo que, hoy, es prácticamente todo el mundo) puede tragarse en un año 70.000 microplásticos sólo tomando en consideración el que cae en la comida procedente del medio ambiente.
No comer plástico es imposible. Un equipo de la Universidad Nacional de Incheon, en Corea del Sur, analizó el año pasado 39 tipos de sal de mesa que se comercializa en 16 países de los cinco continentes, desde Italia hasta Japón, pasando por Brasil, Indonesia o Australia. En total, 36 de ellos tenían plástico.
También lo tiene la sal de mesa española. María Íñiguez, Juan Conesa y Andrés Fullana, de la Universidad de Alicante, publicaron el año pasado con los Institutos Nacionales de Salud de EEUU un estudio que revela que la sal de España tiene fragmentos de plástico de entre tres centésimas de milímetro y 3,5 milímetros. «Los colores más comunes son negro, rojo, azul, blanco y transparente», revela el artículo, que también afirma que «los datos indican que no hay una fuente clara de esas micropartículas, sino que hay un trasfondo de presencia de microplásticos en el medio ambiente». Un kilo de sal de España tiene entre 150 y 250 partículas de plástico. Si le parece mucho, sepa que un kilo de sal de Croacia tiene 15.000.
El plástico del océano es el más famoso, sobre todo a raíz del vídeo colgado en agosto de 2015 por la estudiante de Biología estadounidense Christine Figgener, en el que se veía a una tortuga marina en Costa Rica que tenía una pajita incrustada en el hocico.
Pero, a pesar de la viralidad del vídeo y de la reacción que provocó, que ha llevado a prohibir o limitar el uso de esos artículos, los alrededor de 200.000 millones de pajitas que acaban en el mar cada año sólo suponen entre 16.000 y 25.000 toneladas del plástico. En el siglo XXI, eso no es nada.
Aves y peces de plástico
El océano recibe entre 4,8 y 12,7 millones de toneladas de plástico anuales, según una estimación de Jenna Jambeck, de la Universidad de Georgia. Por establecer una comparación: cada una de las dos torres del World Trade Center que Al Qaeda destruyó el 11-S pesaba medio millón de toneladas. Ahora, hagamos esas torres con plástico -que, al ser mucho más ligero, ocupa un espacio infinitamente mayor -y echemos dos al mar cada mes. Así es como no sorprende que el Foro Económico Mundial de Davos estime que, al ritmo actual de vertido de basuras al océano, dentro de 31 años, el plástico flotante en los mares de la Tierra pesará más que todos los peces que nadan en ellos. Ese año, todas las aves marinas del mundo tendrán plástico en su aparato digestivo. El mar será una sopa de microplásticos.
Y no sólo el mar. Los investigadores de Alicante encontraron tanto plástico en la sal que se extrae de la tierra como en la que procede del mar. Y no saben por qué. «No está claro el origen de ese microplástico, y es complicado saberlo», explica Juan Conesa. El plástico está en todas partes: tierra, mar o aire. En 2015, un estudio de 47 tipos de miel en Polonia halló plástico en todos ellos. Un año antes, una investigación de 24 tipos de cerveza en Alemania había detectado, de nuevo, microplástico en todas. En México la carne de pollo tiene plástico. El vino también. Y el agua embotellada.
La plastiesfera ha tomado el control de la biosfera. Cada día, seis millones de barriles de petróleo -un millón de litros, o el 6% de la producción mundial de ese mineral- se destinan a la producción de plástico. En sí mismo, eso supone un considerable volumen de contaminación. Pero el plástico también tiene un lado beneficioso para el medio ambiente: es muy ligero, por lo que, al transportarlo, se gasta mucho menos combustible, y, por tanto, se emiten menos gases que causan el efecto invernadero.
El problema principal del plástico es la basura. En 60 años, hemos pasado de producir dos millones anuales de toneladas de este material a cerca de 400 millones. Y, aunque gran parte se recicla, quedan decenas de millones de toneladas en el medio ambiente y, especialmente, en el mar.
Asia es la mayor responsable de esta oleada de contaminación que, para muchos especialistas en el medio marino, es el mayor peligro que afronta la vida en el océano después del calentamiento de la Tierra. Solo el río Yangtsé, en China, vomita al Pacífico alrededor de 1,5 millones de toneladas de plástico cada año, según Christian Schmidt, del Centro Helmholtz para la Investigación del Medio Ambiente de Leipzig. Schmidt estima que el 25% del plástico que llega al mar cada año procede de 10 cuencas fluviales. De ellas, seis están total o parcialmente en China, dos en India, y dos en África.
Pero nadie sabe con exactitud cuánto plástico va al mar. Para demostrarlo está el caso de Alex Weber, una chica de 16 años de California que desde 2015 ha encontrado más de 10.000 pelotas de golf en el mar frente a Carmel, el pueblo cercano a San Francisco del que Clint Eastwood fue alcalde entre 1986 y 1988. Los cinco campos de golf de la zona que dan al mar y al río Carmel nunca pensaron que sus socios iban a tener tan mala puntería.
Tampoco nadie sabe a dónde lleva el mar ese plástico. Tras el tsunami de Japón de 2011, las corrientes marinas empujaron un balón de fútbol, un barco pesquero y una moto Harley-Davidson a EEUU y Canadá, exactamente a 12.000 kilómetros de donde la ola gigante los había arrebatado a sus dueños. Así que la bolsa de plástico que hoy dejamos en la playa y que se llevará la marea puede acabar sin ningún problema en el Océano Glacial Ártico. Se estima que no existe un sólo kilómetro de la superficie de ningún mar -desde la Antártida hasta el Polo Norte- que esté libre de microplástico. De hecho, los científicos hablan del problema del plástico perdido, porque nadie sabe dónde están decenas de millones de toneladas de ese material.
El Leviatán
Ese plástico perdido se debe a que la combinación del poder corrosivo del agua del mar y la exposición al sol tiende a romper ese plástico, de modo que el 90% del que hay en el océano es de menos de cinco milímetros. Pero, como las moléculas de plástico no se destruyen, fragmentación no significa desaparición.
El plástico exhibe una capacidad destructora que desafía la imaginación. En agosto de 2014, un rorcual boreal joven de 15 metros de largo y 18 toneladas de peso murió cerca de Washington, en la Bahía de Chesapeake. Cuando los científicos del Acuario de Virginia realizaron la autopsia del animal descubrieron que había muerto de una perforación de estómago causada por la tapa transparente de la caja de un CD que se había tragado mientras se alimentaba de sardinas. Al menos el 3% de las muertes de cetáceos se debe a la ingestión de plástico, en muchos casos por obstrucciones en el aparato digestivo.
La mitad de las tortugas marinas tienen plástico en el estómago. La tortuga laúd -la mayor de la Tierra, que pesa 750 kilos- es muy vulnerable a las bolsas de plástico, porque se parecen a las medusas de las que se alimenta. En el Atlántico Norte, las tortugas laúd de pocos meses de edad están muriendo porque el estómago se les bloquea por el plástico que han ingerido. Los albatros confunden el plástico con los calamares hasta el punto de que NOAA estima que el 100% de los 1,5 millones de esas aves que anidan cada invierno en el remoto atolón de Midway, situado exactamente en mitad del Pacífico Norte, tienen plástico en el estómago. Los gusanos de mar de Corea del Sur se han hecho plastívoros: comen boyas de plástico y defecan microplásticos.
Esas boyas forman parte de una de las fuentes de este material más importantes y menos conocida: los aparejos de pesca. Según algunas estimaciones, las redes de pesca son el 46% del plástico que flota en la Mancha del Pacífico, una gigantesca sopa de polímeros milimétricos que tiene una superficie similar a la de toda Franciaen el Pacífico Norte.
En California los científicos aún no se explican cómo han logrado sobrevivir, aparentemente sin problemas, al menos 20 ballenas grises que han perdido completamente la cola, cercenada de cuajo por redes de altura a la deriva. En junio de 2017, una ballena azul -el animal más grande que ha existido nunca- de 26 metros de longitud murió de hambre cerca de Los Angeles porque los 60 metros de redes y boyas en los que se había enredado no le permitían hacer los movimientos necesarios para capturar a sus presas.
Lo más paradójico es que, al margen de los millones de animales que mueren cada año asfixiados, amputados, o agotados por la plastiesfera, se sabe muy poco acerca de sus efectos en la vida en la Tierra. El plástico flotante reduce la entrada de los rayos de sol en el mar, con lo que el fitoplancton tiene más dificultades para crecer. Es como si se redujeran los rayos de sol en la tierra firme: la hierba crecería más despacio. Pero el impacto de la ingestión de micropartículas es una incógnita.
En principio, el plástico no se absorbe por los tejidos, con lo que no supone una amenaza. Pero, como asegura Juan Conesa, «es demasiado pronto para conocer si tiene efectos». Unos efectos que, además, podrían ser más graves de lo que se supone, ya que el plástico viene en muchos casos con organoclorados, como pesticidas y dioxinas.
Algunos peces solo tienen plástico en su aparato digestivo. Otros lo tienen también en el hígado o, incluso, en el cerebro. «En esos casos, el plástico hace que reaccionen con más lentitud al peligro o a los cambios de las condiciones medioambientales, lo que los hace más vulnerables», explica Enric Sala, director del Proyecto Mares Prístinos de National Geographic. Los cangrejos capturan microplásticos a través de sus branquias, y parece que esos materiales disminuyen su capacidad de regular la temperatura corporal. Pero todo depende del metabolismo de cada especie. Los moluscos, como los mejillones y las ostras, tienen mucho más plástico en sus organismos que los peces.
Nadie sabe qué nos traerá esta plastiesfera que ya ha transformado la Tierra. Lo que está claro es que el microplástico será uno de los grandes legados de nuestra civilización. Muchos miles de años después de que nuestras culturas hayan desaparecido, el plástico que hemos creado seguirá dando vueltas en el mar, la tierra y el aire del planeta.