Hay gente que gasta fortunas en ese sueño. El salto científico previsto para las próximas décadas exige un debate jurídico y ético sobre la derrota de la muerte y sus consecuencias en la sociedad
Año 2049. X despierta. El cáncer de páncreas que lo mató hace 30 años -es decir, hoy- tiene cura. Su cuerpo ha sido conservado en un baño de nitrógeno líquido y su sangre, sustituida por compuestos anticongelantes. Es un lázaro del frío con chequera porque en esta era los milagros no son gratis. Antes de morir pagó una factura de 155.000 euros por este proceso.
En la actualidad, se estima que hay más de 2.000 individuos (entre ellos algunos españoles) que han firmado un contrato con alguna empresa de criónica para que, inmediatamente después de ser declarados muertos, sean preservados en depósitos a muy bajas temperaturas (inferiores a -130ºC) a la espera de que los futuros avances en biomedicina consigan devolverlos a la vida. Toda esta clientela en estado de hipotermia tiene dos características en común: fe en un futuro milagroso y dinero, mucho dinero.
En 2019, la criogenización de seres humanos es una quimera. La mayoría de la comunidad científica se muestra escéptica con este procedimiento que aún no tiene aprobación médica. Eso sí, aunque la descongelación como elixir de vida no sea aún operativa, el salto tecnológico-científico que se avecina en las próximas décadas exige abordar los desafíos sociales y éticos que comportaría el despertar de X y sus compañeros.
«Mejor morir en Arizona que en Madrid», dice con sorna Francisco Lledó, catedrático de Derecho Civil y abogado, sobre los problemas jurídicos que generaría esta utopía en el ordenamiento jurídico actual.
X sería un sujeto sin duda muy afortunado, pero que no sabe lo que se le vendría encima. Muchos de estos problemas son analizados por Lledó en un original ensayo escrito junto a la bioquímica Susana Infantes titulado Aspectos jurídico-científicos de la criónica en seres humanos: el derecho a vivir después de la muerte (Editorial Dykinson).
Algunos dilemas son previos a la resurrección. En la España de 2019, el cadáver de X tendría que ser gestionado en función de un decreto de ¡1974! con unas normas de obligado cumplimiento sanitarias y mortuorias en el que sólo su transporte hacia una cápsula de conservación requiere de un milagro burocrático casi tan difícil como el científico.
El profesor Lledó ha encontrado «muchas lagunas» legales en la custodia del cuerpo en los contratos de criogenización firmados en Estados Unidos, el país que junto a Rusia acoge a las mayores empresas criónicas. En su redacción no se concretan plazos ni se aclara qué sucedería si durante el letargo mortuorio la empresa se declarase en quiebra o cómo se gestionaría el cadáver si la medicina es incapaz de curar en un futuro (indeterminado) el cáncer que desahució a X.
Estos contratos tienen algunas cláusulas que podríamos denominar, como mínimo, vaporosas, como la fijada por la Sociedad Criogénica Americana por la cual ésta no puede ser demandada por daños morales en el que caso en el que el despertado no se adaptara a la vida del futuro.
Todo esta situación es culpa de Robert Ettinger, profesor de la Universidad de Michigan y considerado como el padre de la criónica. En 1962 formuló en su libro The Prospect of Inmortality (La perspectiva de la inmortalidad) una teoría en la que la congelación era el camino para la «vida eterna». Se la creyó tanto que, en 2011, su cadáver fue criogenizado en Cryonics, instituto que él fundó, donde también aguardan tiempos mejores sus dos esposas y su madre.
Lo que sí es seguro es que, en el momento de abrir los ojos, lo primero que necesitaría X no sería un sacerdote para hablar de la trascendencia o un psicólogo con el que afrontar el shock de despertar en un mundo nuevo en el que tus seres queridos estén muertos (la empresa rusa KrioRus promete apoyo terapéutico), sino un abogado. Y uno muy bueno.
«A día de hoy la criogenización en España no está prohibida, pero no existe regulación legal específica», explica Lledó. Esto implica que el recién nacido criónico se convertiría en un paria administrativo (sin nombre y apellidos ni nacionalidad). Da igual que hubiera conservado su DNI; este documento sería papel higiénico burocrático por una sencilla razón: su portador está oficialmente muerto (certificado de defunción mediante).
Una exigencia de la criónica es que el corazón de la persona haya dejado de latir. Deben pasar varios minutos de isquemia -es decir, la falta de circulación sanguínea, sin aportación de oxígeno y nutrientes a células y tejidos- para que arranque la primera fase del proceso. Los daños provocados en este lapso temporal en los que se realiza la operación y la toxicidad de algunos conservantes son los principales argumentos que esgrimen los contrarios a su viabilidad.
El legislador futuro tendrá que debatir si X debería disfrutar de una nueva personalidad jurídica en su segundo ciclo vital, al haberse extinguido la primera. Eso sería muy complejo no sólo desde el punto de vista civil sino también del penal. ¿Qué pasaría si se criogenizara a un asesino condenado? ¿Se contarían sus años de invernación como pena cumplida? ¿Reviviría sin antecedentes?
Eso no es todo: X tendría muchos problemas de dinero, salvo que hubiera enterrado en el jardín un cofre partiendo de la base de que los billetes actuales de euros tengan curso legal en 2049. La falta de un estatus jurídico implica su imposibilidad de recuperar ningún bien o derecho que ostentaba antes de fallecer.
Entonces, hay que plantearse cómo podría subsistir. En caso de extrema necesidad, habría que ver si podría reclamar el derecho a los alimentos contemplado en el Código Civil a... ¡sus nietos! En el caso de no poder reclamar su patrimonio, habría que ver si antes de morir X convenció a una aseguradora para contratar no un seguro de vida, sino post mortem. Quizás alguna salida de emergencia podría encontrarse en un fondo fiduciario o conseguir heredar su patrimonio de un descendiente que lo hubiese guardado en el futuro.
En fin, un lío. Otro más.
El ser humano afronta la inmortalidad desde la ciencia de dos formas. El plan A no es la derrota de la muerte sino el alargamiento de la vida. Para eso se investigan terapias de antienvejecimiento, medicina regenerativa, epigenética (interfaz entre la genética y el medio ambiente) y reparación de daños del ADN. Todas con un único objetivo: retrasar el reloj biológico.
Sin embargo, otras, como la criogenia, buscan la derrota de la muerte consumada. Son el plan B. La más original quizás sea el Proyecto Avatar. Financiado por el millonario ruso Dmitry Itskov, su objetivo consiste en lograr antes de 2045 que el contenido de un cerebro humano pase a un soporte artificial y así lograr una vida eterna digital, que tendría, según sus defensores, forma de un haz de luz similar a un holograma. Sería lograr una inmortalidad cibernética.
Muchos seguidores del transhumanismo (un movimiento con mucho predicamento entre los gurús de Silicon Valley que busca mejorar con la tecnología las capacidades físicas y psicológicas del ser humano) están obsesionados con la inmortalidad. Así plantean el futuro. Hablamos del Homo Deuspopularizado por el escritor superventasYuval Noah Harari en el que «el mito de Frankenstein enfrenta al Homo sapiens con el hecho de que los últimos días se están acercando rápidamente».
El monstruo creado por Mary Shelley es un ejemplo de que la criónica tiene implicaciones éticas que van más allá de su viabilidad científica. Al margen de consideraciones religiosas, la descongelación de cadáveres revividos esconde un carácter prometeico basado en la creencia de que la humanidad es capaz de vencer sus límites. Rafael Amo, director de la cátedra de Bioética de la Universidad Pontificia de Comillas, describe esta ambición como «el robo a los dioses del secreto de la vida».
Amo cuestiona la promesa de la criónica no sólo por las expectativas dudosas que genera entre sus creyentes, sino por el alto coste económico que se les exige. Además, tiene muy en cuenta el denominado principio de precaución: «¿Qué pasa si alguien vuelve a la vida pero no quiere vivir, sea por las condiciones físicas, neurológicas o del entorno?», se plantea. «Desconocemos las consecuencias que tendría algo así».
Sin embargo, un defensor de la criónica, Francisco Roldán, cofundador de Iecrion (empresa pionera en España en este peculiar sector) lo ve de otra manera: «Si no intentamos lo imposible, jamás llegaremos a los límites de lo posible».
Para poner coto a los riesgos y afrontar el progreso con garantías éticas, la genetista Susana Infantes, muy escéptica con la criogenia pero consciente de la velocidad de progreso científico, aboga por «la creación de una agencia multidisciplinar en España independiente del poder político para que asesores tanto jurídicos como científicos trabajen juntos».
Por supuesto, antes de que a X se le ocurra despertar.