Comió lombrices, nadó en ríos helados y fue perseguido por cazadores
Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha querido entender a los animales. No sólo a nivel fisiológico, sino qué sienten y qué piensan bajo el pelo, las escamas y las plumas. Cualquiera que haya tenido gato o perro lo sabe bien: algo está pasando ahí dentro, unos engranajes que se mueven más allá de los instintos primarios. «Un hombre que habla con su perro está reconociendo la porosidad de la frontera entre especies. Ha dado el primer y más importante paso para convertirse en un chamán», se lee en las primeras páginas de Ser animal (Capitán Swing) el más loco, lúcido, divertido y poético ensayo que podrán encontrar este año.
Su autor, Charles Foster, ha sido abogado de éxito, corredor de ultramaratones, cazador arrepentido, taxidermista, explorador, escritor, profesor de veterinaria y Derecho en Cambridge y Oxford... La lista es casi inagotable. En los últimos años ha añadido a su currículum otras cinco líneas más bien agrestes: ha sido tejón, nutria, zorro, ciervo y vencejo. Si los dioses griegos se transmutaban en animales para espiar a los mortales, Foster ha querido meterse en la piel de estas cinco especies para saber qué sienten y cómo viven.
Vivió durante semanas en una tejonera comiendo lombrices de desayuno, merienda y cena, bajó los rápidos del East Lyn enfundado en neopreno y corrió desnudo a través de un bosque nevado mientras un amigo cazador y sus sabuesos lo perseguían como si fuera una presa. ¿Qué ocurrió para que un profesor de Oxford terminara haciendo el indio de semejante manera? «Me fascinaba la naturaleza desde pequeño, pero crecí lejos del mundo natural y eso me hizo cosas terribles», explica por teléfono. «Después de un tiempo, supe que tenía que restablecer mi conexión con el mundo silvestre o, de lo contrario, acabaría destruido».
En su reconexión con el verdadero lado salvaje de la vida (chúpate esa, Lou Reed) le ayudaron sus cuatro hijos. Y es que los niños siempre han estado más abiertos a esa disolución de la frontera entre el ser humano y otros animales, quizá porque todavía no ha pasado por ellos esa apisonadora que llamamos educación. «Reconocí mi pobreza sensorial», prosigue Foster, «y me di cuenta de que necesitaba ampliar mi ancho de banda, por así decirlo. Quería saber cómo los animales no humanos perciben el mundo y vivir una experiencia que me hiciera sentir más vivo, más completo». Lo consiguió a medias: «Algo importante para entender este proyecto es que es un completo fracaso. No conseguí prácticamente nada de lo que me había propuesto, pero también sé que ha merecido la pena. Ahora me siento mejor humano».
El libro, una amena amalgama de reflexiones filosóficas, datos biológicos y autobiografía cómica, es un auténtico festín de imágenes y metáforas. Véase el ejemplo: «Ser una nutria es como estar colocado de speed. En la vida de un barrio residencial, lo más que puedo acercarme legalmente a esa experiencia es pasar un par de noches en vela tomándome un expreso doble cada dos horas, antes de darme un baño de agua fría seguido de un enorme desayuno de sushi que todavía dé coletazos. Luego una siesta y seguir repitiendo esta dinámica hasta la muerte».
A la hora de calificar las distintas experiencias, la más ridícula según Foster «fue el vencejo, obviamente. Pero quizá, gracias a la desesperación que me invadió, descubrí mi conexión con ellos. Estaba dormido en la sabana africana y me desperté de golpe sabiendo que estaban a punto de pasar. Eso me permitió ver lo extrañamente conectado que estaba con esos pájaros, más que con otros animales con más cosas en común con los humanos como el tejón o un zorro».
Foster pasó frío, hambre y miedo en algunos de sus intentos por animalizarse, pero ni se le pasó por la cabeza abandonar su empeño. «Nunca quise volver a casa porque me lo estaba pasando en grande». Cuando colegas o familiares le planteaban que tratar de ser un tejón era algo muy raro, su respuesta era contundente: «Mira, lo que tú estás haciendo tirado en el sofá, comprando en un centro comercial o sentado durante horas en una oficina es lo realmente raro. Nuestros antepasados jamás hicieron nada parecido, son cosas que te ponen enfermo o que te pudren la mente. Lo que yo hacía en los bosques es lo que la mayoría de seres humanos han hecho a lo largo de la historia como su trabajo diario. Se arrastraban por ahí, utilizaban su nariz para ver qué animal podían cazar... esa es una actividad humana normal, porque somos cazadores-recolectores y a eso nos hemos dedicado durante milenios».
Puede parecer disparatado, y en muchos sentidos lo es, pero ese intento por percibir el mundo más allá de nuestros sentidos, anestesiados por esta modernidad tan aséptica y antinatural, ayuda a conectar de una manera más profunda con lo que nos rodea. El trasfondo del libro se parece bastante a un grito de guerra contra la insensibilización de la especie humana: «Nuestra orientación política y personal hacia el mundo natural demuestra una falta de empatía que, si la ejerciéramos con nuestros congéneres, nos pondría en la cárcel o en un psiquiátrico».
Si todos viviéramos unos días como nutrias, ciervos o zorros, viene a decir, el mundo sería un lugar un poco mejor para todos.