París, octubre de 1931, patio de la Central de Policía.
Una larga fila de prisioneros vestidos con andrajos –todavía faltaba el infamante traje a rayas– espera la palabra del mandamás de turno.
El miedo, más la lluvia y el frío del otoño, les desata temblores en cadena.
El gran jefe, por fin, habla:
–¡Prisioneros! A partir de ahora no tienen nombre ni apellido. A partir de ahora son un número. Serán llevados a una prisión en la Guayana Francesa y jamás volverán. ¡Olvídense de Francia!
Aunque esa remota prisión está formada por tres islas llamadas "de la Salvación", la más pequeña es la única que desmiente ese cínico nombre: la Isla del Diablo.
En el Océano Atlántico, cuarenta metros de altura sobre el nivel del mar, clima sofocante –calor y humedad perpetuos y al tope–, y hervidero a alimañas, desde serpientes de veneno letal hasta enjambres de agresivos insectos, es un atroz punto del mapa que bien merecería la advertencia que Dante Alighieri imagina en la puerta del Infierno en su Divina Comedia: "Lasciate ogni speranza voi che´entrate".
En fila y ya engrillados sus pies con aros de hierro y cadenas que apenas permiten caminar, los condenados oyen el ultimátum…
Parado sobre una tarima coronada por la guillotina, redobla la sentencia del jefe de policía parisino:
–Nadie saldrá de aquí jamás. Quien intente fugarse morirá de hambre o enfermedades, y si alguien llegara al mar…, les recuerdo que los tiburones siempre están cerca…, y hambrientos.
Un primer intento de fuga será castigado con dos años de encierro en solitario. Un segundo intento, con cinco años. Es posible que sobrevivan dos años, pero imposible que resistan cinco. Por fin, si en un intento de fuga hieren o matan a un guardia, la pena será inmediata: ¡guillotina!
La Isla del Diablo fue creada en 1851 por Napoleón III para castigar desde asesinos comunes a criminales políticos.
Desde 1852 hasta 1938, más de 80 mil desdichados gimieron bajo el látigo de los trabajos forzados, las balas por la espalda o la guillotina destinada a los que intentaron huir…
Pero hubo un hombre que rompió la estadística y las bestiales condiciones del penal.
Nombre: Henri Charrière, nacido en Francia el 16 de noviembre de 1906, y conocido por el sobrenombre de Papillon (mariposa, en francés) debido al tatuaje que tenía en el centro del pecho: una mariposa de colores y con las alas desplegadas…
Nació en Ardèche, sur de Francia. Perdió su madre a los 11 años. En 1923, a sus 17, se alistó en la Armada Francesa. Abandonó el uniforme dos años después, y en sus correrías por los bajos fondos, convertido en un proxeneta como medio de vida más rentable que un trabajo honesto, un soplón de la policía lo acusó falsamente del asesinato de otro proxeneta: Roland Legrand, alis Roland le Petit.
A pesar de la falta de pruebas, y sin siquiera un juicio formal con un defensor púbico, fue arrojado a la Isla del Diablo.
En adelante, y apenas padecidos los primeros trabajos forzados y los arbitrarios castigos –culatazos y latigazos con cualquier excusa–, enfocó toda la fuerza de su cuerpo y de su espíritu hacia una obsesión: la fuga y la libertad.
En 1933, internado en el hospital de la isla y ayudado por un enfermero, se escapa con dos compañeros: Clousiet y André Maturette. Consigue un bote –único modo de escape–, navega por la costa de Trinidad y Tobago hasta Riohacha, en Colombia, donde lo auxilia un grupo de leprosos y una familia británica…, pero un terrible temporal le impide seguir navegando.
Capturado por la policía colombiana, lo extraditan: ¡otra vez a la Isla del Diablo!
Elude la guillotina porque en su fuga no ha herido ni matado a un guardia, pero lo encierran dos años en solitario: un inmundo cuartucho de tres por tres, a oscuras, y sin más contacto que una pequeña puerta de metal por la que le pasan la comida: por lo general, una desabrida sopa con poca verdura y nada de carne.
Esa espantosa celda lleva un apodo: "la devoradora de hombres". Sin embargo, aunque macilento –piel y huesos–, sobrevive y vuelve al infierno menor: los trabajos forzados: acarreo de pesadas piedras para construir la que llaman "Carretera cero"…, porque no conduce a punto alguno.
Logra, por un contacto y pagando el poco dinero conseguido en Colombia, que alguien le prometa un bote. Pero a punto de partir…, el sujeto lo traiciona:
–El alcalde me paga el doble para delatar a los fugitivos –le dice.
Otra condena en solitario. Pero esta vez… ¡cinco años!
Muerte segura.
Pero lo imposible sucede. Finge locura: vista fija, rigidez facial, oídos ajenos a toda palabra o sonido.
Destino: el manicomio. Y desde allí, sin vigilancia, otro intento de fuga: se lanza al mar, pero una ola lo estrella contra una roca y lo deja exánime.
Retorno a la celda, a los grilletes, al trabajo forzado. Pero cierto día, con los ojos clavados en el mar, advierte que las olas se mueven en matemático orden: seis leves e iguales, y una séptima más alta y fuerte que empuja a las otras lejos de la orilla…
Si logra arrojarse otra vez, esa corriente continua lo llevará hacia la libertad…
Después de varias pruebas consigue bolsas, las llena de cocos, y logra urdir al mismo tiempo una balsa flotante y despensa a la vez: la pulpa de coco lo alimenta durante la larga travesía, y quiere el azar que los tiburones lo ignoren.
Se refugia en la Guayana británica, logra llegar hasta Venezuela, y como entre ese país y Francia no hay acuerdo de extradición, el 18 de octubre de 1945 logra el perdón provisorio de su país-verdugo, y en 1967 prescribe la causa.
¡Es un hombre libre después de 36 años de avatares que desafían la imaginación más febril!
En Venezuela y con sus últimos dólares se casa con la dama Rita Alcover y –hombre de la noche al fin– compra el Bar Restaurante Gab y el Scotch Club, y crea varios clubes nocturnos: Gambrinus, Mi Vaca y Yo, Le grand Café…, el Madrigal, que rebautiza Ninoska, y el Normandy, no sin antes intentar ganar millones fundando la Compañía Pesquera Capitán Chico: 18 barcos, 90 pescadores, tres camiones frigoríficos, y 120 mujeres encargadas de limpiar los langostinos.
Pero naufraga… Dos años más tarde, un aventurero y estafador norteamericano lo deja en la bancarrota.
Recién entonces, en las mesas de su Grand Café, empieza a escribir sus memorias.
El libro, titulado Papillon, se publica en París –vaya paradoja– en mayo de 1969 –pronto hará medio siglo–, vende desde el arranque un millón de copias y lo traducen a veintitrés idiomas en cuatro continentes
En más de un reportaje, confiesa:
–El setenta y cinco por ciento de lo narrado es la pura verdad. El resto son espantosos sufrimientos padecidos por mis compañeros.
Y fue justo. Un hombre castigado y casi convertido en un fantasma, en un ex hombre, y salvado de la muerte por una combinación de coraje y azar, no tiene razón alguna para mentir.
Ese veinticinco por ciento de horror sufrido por sus compañeros también le pertenece…
Un horror que hizo que desde 1852 hasta 1946 la Isla del Diablo se cobrara la vida del 40 por ciento de los prisioneros… apenas en el primer año de reclusión.
Henri Charrière, Papillon, plegó las alas en Madrid el 29 de julio de 1973.
Tenía 66 años. Lo mató un cáncer de esófago.
Sus últimas palabras fueron:
–Después del horror de la isla, todo lo que siguió fue placer. Alegría de vivir…
(Post scriptum. Pero no sólo fue Henri Charrière el protagonista de la doliente historia, la obsesión de libertad y la alocada fuga por mar navegando aferrado a bolsas llenas de cocos. En 1894, el militar de Ejército Alfred Dreyfus –1859-1935–, hijo de una familia de religión judía de sólida fortuna (fábrica de textiles), fue sucesivamente oficial de artillería, capitán, y miembro del Estado Mayor de su arma, hasta que una canallesca acusación de espionaje lo arrojó a la Isla del Diablo condenado por alta traición a la patria. El contexto del caso fue la ola de nacionalismo y antijudaísmo. En realidad, como fue ampliamente probado, el autor del espionaje a favor de Alemania fue el despreciable comandante Ferdinand Walsin Esterhazy, de irregular vida privada, que vendió secretos al enemigo para pagar deudas de juego y no dudó en acusar a Dreyfus. El caso fue un escándalo que dividió al país entre dreyfusistas y antidreyfusistas. Condenado a la Isla del Diablo durante una farsa de juicio –el defensor de Dreyfus, coronel Georges Picquart, convencido de la inocencia de su cliente… ¡fue destinado a Argelia! Ya Dreyfus en la espantosa prisión de la Guayana, un artículo del consagrado escritor Emile Zola agitó el avispero. Su J´Accuse…!, carta al presidente de la República Félix Faure publicada en la primera plana del diario L´Aurore en defensa de Dreyfus, desató una ola de nuevas publicaciones a favor y en contra, y violentas marchas populares de protesta entre las dos facciones. Mathieu Dreyfus, su hermano, agotó su energía y su fortuna hasta lograr el indulto del capitán… pero no el baldón de culpable. El calvario duró doce años. Dreyfus, debilitado por las fiebres, estuvo más de una vez al borde de la muerte. Por fin, en 1906, fue rehabilitado. Libre ya, recibió la condecoración de Caballero de la Legión de Honor, y más tarde de la Oficial de la Legión de Honor. Combatió en las batallas de Verdún y del Aisne, primera gran guerra. Murió en París el 12 de julio de 1935, a sus 75 años. Su caso fue un emblema del antijudaísmo. Hoy, las tres islas de La Salvación, Royale, Saint-Joseph y del Diablo (la peor de la Guayana Francesa), son un centro espacial. Desde allí, la Agencia Espacial Europea lanza sus cohetes Ariane. Y cada año, miles de turistas recorren ese calvario preguntándose cómo fue posible que alguien sobreviviera, y que algunos escaparan eludiendo los balazos de los guardias y los dientes de los tiburones).