El sumergible naufragó en agosto de 2000. El suceso cambió la metodología de rescate de submarinos en el mundo.
La aparición del submarino ARA San Juan evocó a otras tragedias navales que causaron estupor en el mundo. Una de las más recordadas es la del K-141 Kursk, un submarino ruso que explotó con 118 tripulantes a bordo. Fue en agosto de 2000, en los albores del siglo XXI y durante el inicio del gobierno del presidente ruso Vladimir Putin.
El sumergible de propulsión nuclear, que tenía 154 metros de largo y casi 20.000 toneladas de peso, sufrió dos explosiones mientras operaba en el Mar de Barents, a más de 100 metros de profundidad. El poder de las detonaciones condenó a los submarinistas.
El 10 de agosto, el Kursk zarpó a realizar tareas de entrenamiento con la Flota del Norte de la Federación Rusa. En las maniobras, lanzó un misil de fogueo a la flota. La práctica, que incluía el ataque a un blanco ficticio, fue sorprendida por una explosión, que fue percibida por el buque insignia Piotr Veliki -Pedro el Grande-. Dos minutos después hubo otro estallido.
En ese breve lapso de las detonaciones, la jefatura militar recibió un reporte con lo ocurrido pero no consideró que había que detenerse. En ese momento, la Flota del Norte estaba a 40 kilómetros del submarino, que naufragó por la fisura que se produjo en el casco.
El incidente tuvo como correlato una ola de críticas al gobierno ruso, que solo contaba con 4 meses de mandato. Putin fue cuestionado por retrasar varios días el comienzo del rescate y continuar con sus vacaciones en Sochi. Tampoco quisieron aceptar la ayuda de otros países para salvar a los tripulantes.
Ocho días después se inició el operativo de rescate. Al día 21, buzos noruegos lograron por fin abrir la esclusa, pero ya era demasiado tarde para rescatar con vida a los 23 marinos que habían sobrevivido a la explosión.
Uno de ellos fue el teniente Dimitri Kolesnikov. "Ninguno de nosotros puede salir a la superficie. Estoy escribiendo a ciegas", decía la nota escrita de su puño y letra con fecha del 12 de agosto. La nota fue una prueba de que hubo 23 sobrevivientes que fallecieron cuando se les agotó el oxígeno.
El Kursk estuvo 14 meses en el fondo del mar y fue reflotado en una complicada operación que se extendió por más de tres meses. Al gobierno ruso le costó al menos USD 65 millones junto a otros más para investigar el origen del desastre.
Para recuperarlo, hubo que seccionar su proa con una sierra gigante y perforar en el resto del casco 26 agujeros para fijar los cables de 25 centímetros de diámetro y 900 toneladas de resistencia cada uno. La tarea estuvo a cargo de un equipo holandés de la empresa Mammoet Transport BV.
Se recuperaron los cadáveres de 115 tripulantes de los 118 que se encontraban a bordo.
A partir del naufragio del Kursk, se produjo un cambio sustancial en los métodos de búsqueda. En 2003, se creó la Oficina Internacional de Escape y Rescate de Submarinos (Ismerlo). Este nuevo organismo permitía evitar retrasos en la intervención de otros países como ocurrió con el Kursk.
En la búsqueda del ARA San Juan se pudo ver este sistema en funciones: la solidaridad internacional con aviones y barcos extranjeros fue inmediata.