Tranquila, hermana, aquí está tu manada: un libro analiza el resurgir de la sororidad femenina y reflexiona sobre la visión que se ha ofrecido de la amistad entre mujeres en la cultura pop del último siglo.
“Escribe cuando llegues a casa”. Cuando se pronuncian estas cinco palabras suele ser tarde. Se dicen a las puertas de un taxi, se gesticulan en un móvil inexistente simulando un tecleo en la pantalla, se balbucean en un abrazo de despedida o se gritan desde otra acera. Pasa cuando dos mujeres, o varias, se dicen adiós unas a otras. Volverán de un concierto, de haber bailado hasta el amanecer, de cenar o de tomar unas copas. Los hombres no suelen decírselo al separar su caminos. Al menos, no con la connotación que ellas le dan. “Nos decimos ‘escríbeme cuando llegues a casa’ no solo para saber si has alcanzado tu cama sana y salva. No va de seguridad, va de solidaridad. Lo decimos porque sabemos lo inquietante que puede ser estar rodeada de tus amigas y de repente verte sola de nuevo. Porque sabemos que las mujeres que están solas por la calle reciben una atención y un escrutinio no requeridos“, escribe Kayleen Schaefer en el reciente Text me when you get home (Dutton, 2018), un ensayo de 200 páginas que confluye entre la autobiografía y el análisis de la evolución de la amistad femenina del último siglo.
El texto es una oda a la sororidad y la empatía entre mujeres tras generaciones de niñas criadas con esas metáforas que alertaban de los ‘nidos de víboras’ en lo profesional y el ambiente de ‘peleas de gatas’ en lo personal. “Cuando decimos ‘escríbeme cuando llegues a casa’ nos rebelamos contra una cultura que nos había instaurado la idea de que no podemos confiar en las mujeres y que los hombres eran los que debían cuidar de nosotras, que ellos, supuestamente, eran los héroes“, añade Schaefer en su libro.
Su teoría pasa por analizar cómo en los últimos años, gracias al aumento de voces y miradas femeninas en las historias que vemos y leemos, las mujeres se han reapropiado de la narrativa sobre los vínculos con su género. Schaefer recopila a un buen nutrido grupo de autoras que pasan el test de Bechdel y con la voluntad de rebelarse para demostrar que entre ellas también es natural la hermandad, la confianza y el apoyo mutuo – y sin tener que orbitar sobre los hombres como eje de su existencia–. Ficciones que se han construido paralelamente a esa telaraña de autoprotección y coraje grupal visto en las calles, capaz de plantarse y exigir responsabilidad social a las instituciones y a sus gobiernos.
Pese a estar centrado en la cultura anglosajona y nutrido de un buen surtido de historias del entorno personal de la periodista, Text me when you get home sirve como guía para contextualizar socioculturalmente el despertar del herstoryglobal. El mismo que ahora cristaliza en España con el #Cuéntalo o con esa avalancha que grita “Yo sí te creo” o “Tranquila, hermana, aquí está tu manada”. Una explicación a por qué nos criamos en los 90 con series y películas basadas en el esquema de frenemies a lo Ally McBeal o Chicas Malas y ahora asistimos a una oda al vínculo femenino como el de Big Little Lies, Broad City o de celebración de relaciones de amistad únicas como el Galentine’s Day de Parks&Recreation.
Construir heroínas cuando nadie te las da
Dice Schaefer que si no tenemos referentes culturales sobre la amistad femenina en la Edad Media es porque el único universo en el que dos mujeres podían ser amigas eran los monasterios. Fue a partir del s. XVII cuando la poeta Katherine Philips creó ‘The Society of Friendship‘ (la sociedad de la amistad) y se vislumbraron los primeros textos en los que se loaban las relaciones entre mujeres. Louisa May Alcott construyó historias de mujeres/artistas que vivían juntas y sin aspiraciones de matrimonio (los denominados Boston marriages –en honor a Los bostonianos de Henry James–) y el resto de casos eran puras anécdotas que, además, solían centrarse en mujeres de clase media/baja. Si Vivian Gornick recuerda en sus textos esa red de ayuda entre las vecinas del Bronx, apoyándose unas a otras para cuidar a los niños que no habían parido mientras sus madres trabajaban para llegar a fin de mes, es porque, tal y como apunta la catedrática Judith E. Smith en el libro, las mujeres de clase media alta heterosexuales se centran en la pareja y el romance y “se aíslan al casarse”, mientras las de clase baja se cuidan entre ellas “por ser necesario para su supervivencia”. ¿Para qué van a mantener sus vínculos si su función social era la de buscar marido y reproducirse?
“Centré mi vida en mi marido, me valía, pero echaba terriblemente de menos a mis chicas”, explica en el libro la escritora Judy Blume. La misma que cogió la máquina de escribir en sus tardes de soledad matrimonial e imaginó historias de amigas adolescentes que después se convertirían en libros de referencia para la obra de Lena Dunham (Girls) o Roxane Gay.
En la pantalla ha costado lo suyo. En los 50 Bettie Page y las peleas bondage de Irving Klaw nutrieron un imaginario erótico-lésbico y en los 80 los taquillazos se centraban en vínculos masculinos al hilo de la violencia como Límite 48 horas o Arma Letal. Las Chicas de Oro triunfaron como rara avis en una televisión que se nutría de feuds antológicos como el de Linda Evans y Joan Collins en Dinastía. Los 90 fueron los años de las Chicas Malas y la épica del bullying de instituto, pero también del pelotazo de Thelma y Louise o himnos como Rebel Girl de las Bikini Kill en la contracultura de Riot Grrrls (y en España triunfaron Las chicas de hoy en día de TVE). La avanzadilla del Girl power que inundó la cultura pop durante la década seguía, no obstante, estando ideada por mentes masculinas.
Shonda Rhimes abrió la veda a las showrunners femeninas en los inicios de los 2000 mientras la crítica digería que la serie que marcó el punto de inflexión sobre la amistad femenina moderna, Sexo en Nueva York, cerrase su ciclo con su protagonista cazando, una vez más, al hombre: “No puedo evitar preguntarme: ¿cómo hubiese quedado la serie sin ese final? ¿Y si hubiese ido de una mujer que enloqueció a sus 30 años, afectada por un affaire tóxico, pero que emerge de nuevo gracias a la ayuda de sus amigas?”, lamentaría la crítica del New Yorker, Emily Nussbaum.
Todo, mientras un nuevo perfil (plano) nacía con el boom de la comedia romántica: el de la mejor amiga de la protagonista, esa cuya única función es aconsejar y dar el empuje final para que consiga al chico. (Judy Greer, que desempeñó en ese rol en 27 vestidos, Experta en bodas o El sueño de mi vida, firma la parodia perfecta del fenómeno en Funny or Die con un sketch en el que aclara que “no pasa demasiado en mi vida, la verdad, solo soy la mejor amiga de Sarah y paso muchísimo tiempo ayudándola en su relación con Dan”). Mujeres que hablan con otras mujeres para conseguir a hombres.
“¿Por qué una amistad no es tan buena como una relación?”
Esto misma se pregunta Hanya Yanahigara en las páginas de Tan poca vida: “¿Por qué no puede ser mejor si dos personas han permanecido juntas, día tras día, sin tener el vínculo del sexo o la atracción sexual o el dinero o niños o una propiedad, tan solo con el acuerdo compartido de seguir juntas?”. En la última década, al hilo del despertar feminista y del poder de la mujer soltera como fuerza social imparable, los estudios y las editoriales han volcado su esfuerzos en dar voz a historias de mujeres que no estén motivadas por un interés romántico.
La boda de mi mejor amiga (2011) enseñó que las mujeres son capaces de luchar por su amistad (“queríamos enseñar lo bueno y lo malo”, diría Kristen Wig, guionista y actriz de la cinta) y Kay Cannon, guionista de Dando la nota, se las tuvo con los productores, que trataron de convencerla de introducir un triángulo amoroso con un chico entre el grupo de amigas porque creían que la amistad entre ellas no convencería al público. Se equivocaban. Estamos frente a una época en la que, según Schaefer, “nos hemos reapropiado de nuestras amigas como almas gemelas. Estamos moldeando una cultura con series y películas que nos toman en serio”. Para muestra, las alianzas como la de Tina Fey y Amy Poehler, Reese Withersoppon y Nicole Kidman (Big Little Lies) o los éxitos de figuras como Lena Dunham (Girls), Ilana Glazer y Abbi Jacobson (Broad City), Phoebe Waller-Bridge (Fleabag) o Issa Rae (Insecure).
“Mostrar la amistad femenina, dentro y fuera de la pantalla, es importante porque cambia la narrativa de una sociedad que dice que las mujeres tienen que ser adversarias, sin importar en qué. Cuantas más mujeres veamos juntas, más equilibradas y reales sentiremos esas relaciones“, sentencia Schaefer. Ficciones para una era en la que el feminismo ya no se centra en eslóganes o argumentos intelectualizados. Una era en la que las mujeres se han levantado, aprendiendo y apoyándose de otras mujeres para gritar en la calle por las que no pueden hacerlo. Mujeres que se despiden entre ellas diciendo “escribe cuando llegues a casa”.