El lugar más misterioso e inexplorado de nuestro planeta es la profundidad de los océanos.
A través de la historia, el ser humano ha sentido el impulso de conocer lo que contienen esas aguas con hábitats y vidas fascinantes, tan diferentes a las que existen en la superficie terrestre.
La dificultad de poder sobrevivir dentro del agua sin algún artefacto de apoyo sólo incrementó el misterio y, por ende, la curiosidad.
Sin embargo, eso no frenó la imaginación, los diseños y la eventual audacia para poner a prueba los primeros mecanismos sumergibles que terminaron evolucionando en los sofisticados submarinos que conocemos hoy en día.
Estas fueron algunas de las ideas y a aparatos que se pusieron a prueba en la antigüedad.
La batisfera
La primera mención de un aparato sumergible la hizo el filósofo Aristóteles en el siglo IV a. de C. al aludir a un supuesto evento en el que participó su más destacado pupilo, Alejandro Magno.
La historia de la aventura submarina de Alejandro fue elaborada en gran medida durante el curso de la Edad Media, especialmente en la literatura vernácula alemana.
Una versión relataba que Alejandro tenía curiosidad por explorar el océano. Se sumergió en el agua en una campana de vidrio y se llevó consigo tres criaturas: un perro, un gato y un gallo.
El que fue rey de Macedonia, Hegemón de Grecia, Faraón de Egipto y rey de Media y Persia confió a su amante más leal el cuidado de la cadena con la que se sacaba la campana a la superficie.
Pero su amante tenía un amante que la persuadió de que se fugase con él y arrojó la cadena al mar. Con la cadena inútilmente enroscada en el fondo del océano, Alejandro tuvo que idear su propio escape.
En el Medioevo se mitificó la exploración de Alejandro Magno en su barril de vidrio. Nótense las lámparas encendidas que hubieran consumido el oxígeno del barril en pocos segundos.
El barril de vidrio
Otra leyenda cuenta que, durante el sitio de Tiro, el gran general griego construyó un barril completamente hecho de vidrio, en el cual podría sumergirse por algún tiempo y regresar a la superficie completamente seco.
Los hechos son un poco oscuros, pues provienen de versos apócrifos e ilustraciones antiguas, pero la idea de un recipiente invertido o campana que atrapara el aire debajo del agua y permitiera la exploración del lecho marino por su ocupante hasta que se acabara el oxígeno, fue un factor coyuntural en la tecnología naval.
Este sistema de campana sumergible ha sido utilizado durante siglos por pescadores de esponjas en el mar Egeo.
Su diseño fue mejorado a través del tiempo cuando se reconoció su utilidad en la recuperación de naufragios y tesoros perdidos en el fondo del mar.
En 1531, el inventor italiano Guglielmo de Lorena ideó una nueva aplicación a la campana sumergible al añadirle amarras para sujetarla a su cuerpo y poder desplazarse por el lecho marino para recolectar el tesoro de barcos romanos hundidos.
La visión de Leonardo
El potencial militar de una nave sumergible también impulsó la creatividad durante el Medioevo y el Renacimiento.
El mismo Leonardo Da Vinci, precursor de los aparatos voladores y tanques de guerra, dibujó a principios del siglo XVI una embarcación de doble casco semisumergible.
Los dibujos de Leonardo Da Vinci se anticiparon a muchas futuras invenciones, como este aparato volador que diseñó.
Aunque algunos se han referido a este como el "submarino de Leonardo", se trataba de un armazón con espacio suficiente para acomodar una persona sentada en su interior.
En la parte superior tenía una torre de mando sellada con una tapa, que se anticipó al diseño de los submarinos modernos.
Primeros prototipos
Quizás el primer prototipo de lo que podría considerarse un submarino de verdad fue diseñado por el oficial naval británico William Bourne, en 1578.
En realidad se trataba de un barco completamente cerrado y sellado con piel impermeable que podía sumergirse utilizando una palanca operada manualmente, pero no tenía espacio para una tripulación.
La idea de Bourne nunca pasó de los planos, pero su diseño inspiró a otros que lo siguieron para aventurarse a construir un vehículo sumergible.
En 1605, el alemán Magnus Pegelius basó en el prototipo de Bourne la primera construcción de un sumergible que podía navegar bajo el agua.
Pero su diseño no tomó en cuenta la tenacidad del lodo bajo el agua y terminó estancado en su primera prueba.
Sin embargo, Cornelius Drebbel, un médico holandés que servía en la corte de Jaime I de Inglaterra, pudo diseñar y construir lo que se considera el primer submarino exitoso, en 1621.
La nave de Drebbel se parecía a las de Bourne y Pegelius, pues consistía de un casco exterior de cuero engrasado, templado sobre una estructura de madera.
Remos que salían por agujeros impermeables le daban propulsión, tanto en la superficie como cuando se sumergía. Se piensa que incorporaba flotadores con tubos que permitían la entrada del aire para los remeros.
Varias demostraciones se hicieron en el río Támesis, a profundidades de entre tres y cinco metros, y pudo mantenerse bajo el agua por cerca de tres horas.
No se sabe cómo era realmente este submarino y según algunos recuentos pudo haber sido una campana arrastrada por un barco.
Se dice que el rey hizo un breve viaje a bordo del aparato para demostrar su seguridad. Pero, a pesar del entusiasmo real, la nave no logró generar mucho interés en el momento.
El submarino de 12 remos que maravilló a los que lo vieron, y hasta a los que no lo vieron, en el Támesis, pintado por G.H. Tweedale.
A pesar de que, por el resto del siglo XVII hubo varias propuestas más, la idea de una nave que pudiera navegar independientemente por debajo de la superficie del agua por un buen trecho y largo tiempo se consideró imposible y sin uso práctico.
Uno de los problemas principales era la falta de entendimiento sobre los principios físicos y mecánicos del desplazamiento subacuático.
La presión del agua incrementa a medida que el vehículo se sumerge a razón de una atmósfera por cada 10 metros de profundidad.
Esto implicaba el uso de materiales más resistentes y pesados lo que, a su vez, creaba problemas de estabilidad por falta de lastre y de propulsión.
Fuente: La Nación