En medio de una transitada carretera, la carrocería calcinada de un pequeño autobús arrebatado a ladrones ha sido colocada junto a un poste de alumbrado público del que cuelga un muñeco descolorido en señal de advertencia a los delincuentes, en Bolivia.
En frente, una casa de estilo árabe contrasta con las demás construcciones de ladrillo de hasta tres pisos en un polvoriento suburbio de esta ciudad vecina de La Paz.
Barrios enteros aparecen de la noche a la mañana en esta urbe pobre de casi 850.000 habitantes, menos de 250 policías y 40 patrullas. Muy pocos tienen comisaría. Una empresa telefónica privada regala el servicio para que los policías puedan comunicarse, a veces los vehículos carecen de combustible para patrullar, dice a The Associated Press el jefe de Seguridad Ciudadana del municipio, el coronel Javier Linares.
Casi en cada esquina de los 400 barrios los vecinos colgaron enormes muñecos de trapo de los postes con carteles que dan terror: "Ladrón que sea sorprendido será quemado", dice la mayoría de los avisos escritos a mano. Y en muchos casos la sentencia ha sido ejecutada.
En mayo, el sargento de la policía David Guarachi estaba ebrio e ingresó por error a una escuela vestido de civil. El portero lo confundió con ladrón y alertó a los vecinos. Fue golpeado y atado a un poste, después le echaron agua en la madrugada invernal, cuando la temperatura baja a cero grados. Murió de hipotermia.
La policía llegó al día siguiente a recoger el cuerpo.
Entre enero y junio de este año al menos 10 personas de todo el país han sido ajusticiadas públicamente por turbas, según el Defensor del Pueblo, Rolando Villena. Las autoridades no creen que tenga que ver con los muñecos, pero El Alto figura en primer lugar con cuatro muertes, según reportes policiales. Muchos casos no entran en las estadísticas.
La desconfianza en la policía y en la justicia y la falta de patrullas en los barrios, alientan a que la gente haga cumplir la ley por su cuenta bajo el argumento de "justicia comunitaria", coinciden funcionarios y expertos.
"Queremos cambiar esta imagen de los muñecos colgados; es arcaica, afecta a las personas que visitan a sus familiares y a los turistas, porque los cuelgan incluso en lugares con vistas espectaculares a los nevados", asegura Linares.
La percepción de los vecinos es diferente. "Los ladrones llegan en auto, se hacen pasar por compradores, entran a las tiendas y roban. Por eso hemos quemado ese auto. A mi hija ya le robaron, los maleantes no respetan ni a los muñecos", dice Octavia, quien pide no dar su apellido por seguridad, dueña de un negocio de neumáticos en el barrio Ventilla, a pocos pasos de donde el año pasado vecinos le quitaron el pequeño autobús a supuestos ladrones, que lograron huir. Quemaron el vehículo junto al poste donde aún permanece.
"No podemos dormir tranquilos por la inseguridad", dice la mujer, y asegura que los robos son frecuentes en su barrio, donde hay mucho comercio. Su tienda fue asaltada una vez y los ladrones lograron llevarse dinero.
En Villa Mercedes, un barrio de aspecto rural, los vecinos amenazaron a los ladrones con el mismo mensaje en la pared de una casa. A su lado cuelga un muñeco del farol. La mayoría de los espantajos lleva el mensaje en el cuello. Las letras están descoloridas por el sol.
"Hay una cosa buena y otra mala. La buena es que los rateros sientan temor al ver los muñecos, la mala es que los niños ven esto, los hacemos sentir inseguros, los linchamientos no están bien", dice el estudiante Iván Gonzalo Poma. "La intención de los muñecos es advertir a los ladrones, no creo que aprendan, pero están advertidos. Es la forma como nos defendemos los vecinos", alega German Honorio, un vendedor callejero.
El Alto era un suburbio de La Paz pero se declaró ciudad en 1985. La Paz está emplazada en las laderas de un valle hondo y estrecho, El Alto en el altiplano. Los dos lugares están unidos por una cornisa que hace de mirador natural de la cadena de nevados andinos.
Según el censo del año pasado El Alto tiene 848.848 habitantes, 84.000 más que La Paz. El corazón comercial de la urbe alteña se asemeja a Mumbai por el caos y la densa marea humana, el tráfico imposible, los vendedores callejeros entre los se mezclan predicadores, yatiris (chamanes) adivinadores de la suerte y hasta gente que pronuncia discursos políticos.
Se vende y se compra de todo, desde clavos hasta pócimas milagrosas que supuestamente curan el cáncer y el sida. Golpeados por la falta de empleo, los alteños son emprendedores y persuasivos vendedores que han encontrado en el pequeño comercio el medio para procurarse el sustento diario.
La ciudad crece sin planificación, los servicios básicos demoran en llegar y la última prioridad para las autoridades es la seguridad. La alcaldía instaló el primer sistema de altavoces con sirena para alertar a los vecinos en un barrio, pero hay 400. Todavía falta mucho, reconoce el coronel Linares.
Aunque la inseguridad ciudadana ha aumentado en todo el país, sólo en El Alto y pocos pueblos del altiplano cuelgan los carteles de advertencia.
En algunos barrios los vecinos llevan petardos cuando salen a la calle y cuando capturan a sospechosos les dan latigazos antes de entregarlos a la policía. No todos los casos acaban en ajusticiamiento. El robo es el la primera causa para los linchamientos públicos, según el sociólogo Juan Mollericona, coordinador del Observatorio de Seguridad Ciudadana.
"Por lo general las causas que conducen al castigo extremo son delitos menores y en algunos faltas y contravenciones" que quedan exagerados por la sensación de inseguridad de la gente, dice.
El ministro de Gobierno, Carlos Romero, dijo que en El Alto no hay crimen organizado sino delincuencia común que es operada por "clanes familiares". Pero la ciudad también ganó mala fama con los "cogoteros", asaltantes que se hacen pasar por choferes del servicio público, recogen a sus víctimas en la madrugada en barrios alejados y les roban el teléfono y lo poco que llevan encima. Algunas veces las estrangulan.
En Bolivia la tasa de homicidios es de 24 por cada 100.000 habitantes, según un estudio del experto Gino Costa para Diálogo Interamericano. En Colombia es de 31 y en Venezuela llega a 55, según cifras oficiales.