Viajar al espacio supone un privilegio que hasta el momento un puñado de hombres pudo disfrutar. La experiencia fuera de la órbita terrestre puede funcionar como una bisagra para la vida de una persona. Existe un antes y un después para esos individuos. Y esa misma revolución puede darse tanto en el plano psicológico como en el físico. Desde procesos de introspección y búsqueda espiritual hasta riesgo de enfermedades cardíacas, el día después de haber visitado el espacio paga los costos de esa aventura.
Hasta el momento, sólo 24 hombres viajaron más allá de la órbita terrestre, mientras que 12 de ellos pudieron caminar sobre terreno lunar.
En la última semana, un grupo de investigadores de la Universidad de Florida presentó un estudio en el que se indaga en la relación entre los protagonistas de los paseos lunares y los trastornos cardiovasculares.
El equipo de especialistas, liderado por Michael Delp, cambió el foco del análisis para poder realizar el informe propicio. En lugar de comparar el estado de salud coronaria de aquellos que viajaron a la luna con el de una persona común, se tomó el punto de referencia con otros astronautas que nunca pasaron de los entrenamientos espaciales.
Así, el estudio, publicado en la revista Scientific Reports, se detectó que aquellos que viajaron más allá de la magnetósfera terrestre tenían un riesgo de entre 4 y 5 veces mayor de morir por una enfermedad del corazón, que aquellos astronautas que nunca escaparon de las prácticas o que viajaron al espacio pero siempre dentro de la órbita terrestre.
Las estadísticas no hacen más que sustentar tal teoría: el 43% de los astroanutas ya fallecidos de las misiones Apolo, murieron a causa de una afección cardíaca.
En principio, una de las principales causas de la aparición de esos trastornos surgieron a partir de la exposición a fuentes de radiación ionizante, como los rayos cósmicos o la radiación de los cinturones de Van Allen. Ese escenario se presenta ante la desprotección del campo magnético de la propia Tierra.
Para completar el análisis, los investigadores realizaron otro estudio sobre ratones, a los que sometieron a una exposición radiactiva similar a la de los astronautas en cuestión. Después de seis meses de radiación (20 años para los humanos), los animales reflejaron daños en las arterias propios de la arteroesclerosis.
Así y todo, una gran parte de la comunidad científica tomó con pinzas el trabajo de Delp y su equipo, ya que los sujetos de estudio (los astronautas de las misiones Apolo) representan un número muy pequeño como para dar un parámetro representativo. "¿Y si ya tenían problemas cardiovasculares desde antes?", se preguntó la mayoría de los detractores.
El aspecto psicológico
Viajar fuera de la órbita de la Tierra no es para cualquiera. Por eso, para designar a aquellos especialistas capaces de viajar a un punto tan lejano en el espacio, la NASA apeló en su momento a astronautas destacados por su amplio nivel matemático y científico y de una estabilidad emocional inquebrantable.
"En la época en que se realizaban las pruebas de los Apolo, por dar un ejemplo, el riesgo de mortalidad de la aventura era muy alta. Por eso, como la mayoría de los pilotos de prueba no habría sobrevivido a escenarios adversos en el espacio, se recurrió a gente enfocada en cualquier ámbito científico, menos el espiritual", aseguró Gloria León, una psicóloga de la Universidad de Minnesota que trabajó junto a la NASA.
Sin embargo, la experiencia de observar la pequeñez del planeta Tierra en el marco de un espacio infinito supuso una experiencia emocional trascendental para cualquiera de los astronautas que lo pudo vivir, más allá de su "background" académico.
Edgar Mitchell fue el sexto hombre en pisar la luna, cuando integró la tripulación del Apolo 14, en 1971. Para llegar a la NASA, se había recibido en la Universidad de Carnegie Mellon y obtuvo una maestría en aeronáutica y astronáutica en el Instituto Tecnológico de Massachussetts. Durante su caminata lunar, dispuso de unos minutos de ocio para poder contemplar el vasto espacio y la Tierra a lo lejos, muy pequeña.
"En ese momento comprendí que el prototipo para las moléculas de mi cuerpo y las moléculas de la nave son producto de una generación antigua de estrellas", dijo el astronauta en una entrevista.
Una vez regresado del espacio, y durante los 45 años entre esa experiencia y su muerte -a inicios de febrero de 2016-, Mitchell nutrió sus días con la práctica de la percepción extrasensorial. Además, alejado de los principios de la ciencia convencional, aseguró que el gobierno estadounidense había encubierto invasiones extraterrestres a la Tierra y atribuyó la cura de un cáncer de riñón a un sanador de sueños de Vancouver.
Un caso similar al de Mitchell fue el de Russell Schweickart, quien durante su caminata lunar en la misión Apolo 9, dispuso de cinco minutos de tiempo libre para poder observar la Tierra. "Ahí dije 'OK, voy a concentrarme en lo que está pasando'. ¿Cómo llegué aquí? La humanidad alcanzó el punto en el que busca dónde vivir fuera de su planeta. ¿Soy solo yo o nosotros?", comentó el astronauta. Gran parte de la vida posterior a la astronáutica, Schweickart la dedicó a la práctica de la meditación trascendental.
Para muchos especialistas en psicología, lo experimentado por esos astronautas está relacionado al llamado "efecto perspectiva", un cambio de actitud o percepción de la vida después de haber atestiguado lo pequeña y frágil que parece la Tierra desde el espacio.
"El astronauta pasa a ser parte de un cosmos, de una entidad mayor y esta experiencia es muy significativa emocionalmente", detalló Gloria León en una entrevista con la web Vice.
Para muchos profesionales, esa experiencia sobrecogedora y el alejamiento de la ciencia años después puede llegar a ser visto como algo positivo. "Es una sensación de pequeñez ante algo que es mucho más grande y que existe desde hace mucho más tiempo que uno. Eso es algo muy difícil de comprender y que tiene efectos transformadores en esa gente", explicó Kevin Ochsner, director del laboratorio de ciencia neurocognitiva de la Universidad de Columbia.
George Loewenstein, licenciado en psicología en la Universidad de Carnegie Mellon, detalló los motivos por los cuales los astronautas cambian su forma de vida, debido a la constatación de su insignificancia respecto al Universo.
– El peligro y la fragilidad de la misión hacen que el astronauta cuestione su condición de mortal.
– Es un momento tan importante para sus vidas, que pasan el resto de sus días buscando algo tan o más significativo que lo realizado.
Otra rama de la psicología sugiere que la imposibilidad de explicación humana ante semejante inmensidad del cosmos hace que se empiecen a buscar las razones fuera de lo conocido, de lo palpable.
Dos casos de otros astronautas reflejan tal apreciación. El primero fue de Gene Cernan, el undécimo hombre que pisó la luna: "Estaba parado en una plataforma lograda gracias a la ciencia y la tecnología. Pero ni la ciencia ni la tecnología podrían explicar lo que sentí. Tiene que haber un ser más grande que nosotros, lo digo en el sentido espiritual, no en el religioso", dijo el ex astronauta.
En tanto, James Irwin, el octavo hombre que llegó a la luna, reconoció haber visto al mismísimo Jesús en el momento que estaba parado sobre la superficie lunar. A su regreso, creó una organización evangélica en Colorado y viajó dos veces a Turquía en busca del Arca de Noé.