El esgarrador asesinato de las chicas argentinas en Ecuador, como el de tantas mujeres a lo largo y ancho del mundo, es el horroroso signo de toda una filosofía de vida que apunta a degradar y someter al otro como manera de encontrar la propia valía. No se trata exactamente de crímenes sexuales, sino de crímenes de poder, en donde lo sexual es instrumento de dominación y no otra cosa.
Esa mirada desangelada y violenta sobre la existencia subyace en muchas formas sociales y no se limita a devaneos mentales o usos y hábitos costumbristas, sino que se vuelve una forma del deseo que se hace carne en una manera de hacer en el mundo.
Esa perspectiva sobre la vida tampoco se circunscribe a la violencia llamada "de género", sino que es una matriz básica que también percibimos en escenarios aparentemente muy distintos, como por ejemplo, la política, la interacción con la naturaleza, la idea de competencia a ultranza o las formas de generar negocios, entre muchos otros.
Deseo de dominar, sojuzgar, doblegar, disolver la condición de persona del otro para transformarlo en "cosa", en un "algo" en vez de un "alguien". Ese otro que debe ser "vencido" en un mundo en el que no existe el amor, pero sí el espanto. Tal es la descripción de la matriz de lo violento que luego se hace crimen y que hoy desgarra la vida de dos familias que han perdido la presencia vital de sus hijas de la peor manera.
Esa cultura de violencia valora a la fuerza, al afán de humillar y al sojuzgamiento como un reaseguro del propio "yo". Considera una "nada" todo aquello que no sea dominante, penetrante, muscular y "concreto", por lo que toma por asalto y "de atropellada" aquello que no responda a su impulso y afán.
Existen ideas y conceptos que favorecen le permanencia de este tipo de concepciones. El mismo Freud, por ejemplo, erróneamente hablaba de que la mujer era "pasiva" desde lo sexual, mientras que el hombre era "activo". En realidad, hombres y mujeres son ambos activos, en el sentido de que son protagonistas de su propio deseo y no meros objetos del deseo ajeno.
Lo antedicho es un ejemplo de cómo la idea de lo femenino se cosifica, abriendo las puertas a que sea "normal" el "uso" de la mujer como producto comercial, como ansiolítico sexual, como símbolo de estatus social, como lugar en el cual se puede compensar con superioridad de fuerza de dominio físico las debilidades de la propia hombría.
Por otro lado, cuando la hombría es frágil, es mucho mayor el natural temor que existe ante el misterio que, para el varón, implica lo femenino. Ese misterio para el varón es inexpugnable, imposible de desentrañar.
Algunos eligen entonces convivir con él, generando, por ejemplo, eso que se llama "amor", algo que lejos está de la idea de dominación ya que, sabemos, amar y dominar están en las antípodas. En cambio, otros, generalmente los más violentos, intentan dominar ese misterio, aunque, en realidad, solamente como mucho consiguen dominar cuerpos, herirlos, humillarlos.
Suele decirse con razón que el machismo atenta contra la condición más humana de lo humano, y en tal sentido tanto los hombres como las mujeres, desde su singularidad, se ven heridos por el paradigma dañino que significa en nuestra vida de relación.
Pero eso es una mirada conceptual que en nada consuela el dolor terrible de los rostros jóvenes que hoy no están por la cobardía de la violencia.
El mundo pide prudencia, pero no miedo. Eso habrá que enseñar a los más jóvenes que buscan aventura, con toda razón, en viajes y experiencias significativas. En tal sentido, parte del aprendizaje del crecer es saber que los riesgos siempre existen y hay que apuntar a disminuirlos, si bien, como vemos con dolor en casos como el de las chicas mendocinas, no hay manera de hacer que desaparezcan de manera total.
Es de desear que esa conciencia encuentre su germen en chicos que respetan y se respetan, y que lo hagan en las cosas cotidianas: en los hogares, en las interacciones en el colegio, en los boliches, porque desde allí se expande hacia el resto de la vida social, habilitando a que las virtudes humanas emerjan, pero no de manera pasteurizada y moralista, sino como honda percepción de que el violentar al otro no es signo de poder y prestigio, sino lisa y llanamente impotencia y degradación.
La Nación