Empezó su carrera trayendo a recién nacidos, fue seminarista, compitió en carreras con Pablo Escobar y las FARC le secuestraron para que diera una muerte dulce a un jefe guerrillero.
Ahora el colombiano Gustavo espera a su paciente número 271, un español con sida.
Gustavo Quintana es médico, pero se define como una especie de Caronte colombiano. En la mitología griega, este barquero guiaba a los muertos a cruzar el río a cambio de una moneda de plata. El doctor Quintana lleva 34 años guiando a los muertos a través de la eutanasia sin cobrar. Asegura haber ayudado a cruzar al otro lado a 270 personas de toda Sudamérica y Estados Unidos. Y uno de sus próximos pacientes puede que sea un español con sida. "Es un creativo de 45 años al que le trasplantaron un riñón infectado con VIH hace unos años. Me llamó desesperado diciendo que su enfermedad estaba muy avanzada, sufría mucho y planeaba venir a Colombia para que le practicara la eutanasia", cuenta Gustavo.
Popularmente le conocen como el "doctor muerte", aunque, paradójicamente, empezó su carrera de médico ayudando a traer vida al mundo, atendiendo partos. Sus detractores le llaman sicario. "No soy un verdugo, para mí la eutanasia es un acto de amor".
Después de varios meses de sequía, las primeras gotas empiezan a caer con intensidad apurando los últimos días del otoño en Bogotá, una ciudad caótica de casi 10 millones de habitantes, sin metro. Por eso tardamos una hora y cuarto en recorrer 12 kilómetros en taxi para encontrarnos con el doctor.
Él nos recibe con una sonrisa en la puerta de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde los estudiantes de periodismo le han invitado a debatir en un programa de radio con un psiquiatra sobre las formas de ayudar a morir a las personas. "Yo llevo haciendo eutanasias clandestinas todos estos años. En abril el Gobiernoreguló esta práctica como legal y el tema está en boca de todo el mundo en este momento", explica el médico.
Tiene 68 años, no mide más de 1,70 metros, es calvo y viste un chaleco gris con una camisa de rayas rosas. Le preguntamos si podemos hacerle unas fotos antes de la entrevista. Sólo pone una condición: "Quiero que se me vean las manos. Que la gente vea que son manos para acariciar y no para castigar", dice el hombre, que en unas horas tiene que coger un vuelo a la ciudad de Cali para ayudar a morir a un señor de 89 años con cáncer. Por sus manos han pasado por última vez desde ancianos hasta un bebé de 11 meses con una enfermedad degenerativa mortal. "Nietzsche decía que hay que morir con orgullo cuando no se puede vivir con orgullo. Sólo quito la vida a enfermos terminales, desahuciados clínicos de los hospitales, a los que han mandado a sus casas. Cuando yo hago una eutanasia estoy cumpliendo la voluntad soberana de un paciente sobre su propia vida".
Gustavo habla de su trabajo con emoción, mirándote a los ojos, sin dejar de gesticular con las manos. El móvil le vibra varias veces. "Recibo cada día unas cuatro llamadas de gente que quiere morir. Yo estudio bien cada caso. El otro día me llamó una señora española de 75 años con cáncer", cuenta el doctor.
En España, donde la eutanasia es ilegal, su homólogo podría ser Luis Montes. Este hombre de 67 años es el presidente de la asociación española Derecho a Morir Dignamente, que defiende la despenalización de la eutanasia. "Aquí el doctor Quintana sería considerado un homicida compasivo, y eso está penado con hasta cinco años de prisión", explica Luis, que trabajó como anestesista en el servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Madrid. En 2005 fue acusado de matar a 400 enfermos terminales mediante "sedaciones irregulares". Tres años después la Justicia archivó el caso. "Es impresentable que haya españoles que se tengan que ir a morir fuera. El 80% de la ciudadanía, según las encuestas, estamos de acuerdo con que los médicos puedan ayudar a morir a la persona que padezca un excesivo sufrimiento. Como el caso de la niña Andrea, con una enfermedad irreversible, en el que sus padres lucharon hasta conseguir una muerte digna", dice Luis.
Gustavo Quintana vivió el pasado octubre con bastante angustia la mediática historia de la cría gallega. "Me sorprendió toda la publicidad y expectación que generó el tema. Era un asunto íntimo y parecía que la decisión les perteneciera a todos los españoles", critica.
En Colombia, Gustavo hace eutanasias a domicilio. La última fue ayer en el sur de Bogotá, a una mujer con cáncer hepático. "En el hospital le habían mandado a morir a su casa. Ya estaba empezando a perder su relación con la realidad y me expresó su deseo de no continuar sufriendo". El hombre acude a cada cita con la muerte con un maletín negro donde lleva botes de suero, analgésicos, despolarizantes cardiácos, una jeringa y gomas para el brazo. El procedimiento que aplica es similar al usado en un hospital para administrar una anestesia general, pero con fármacos inyectados en cantidades letales. El médico usa tiopental sódico, un barbitúrico con el que el enfermo pierde el conocimiento. Luego bromuro, que paraliza el diafragma y corta la respiración, y por último actúa el cloruro de potasio que acaba con el latido del corazón en ocho minutos.
Gustavo estudió medicina en la Universidad Nacional de Bogotá. Cuatro años antes, en 1962, era seminarista jesuita. "En el colegio me vieron vocación sacerdotal y me enviaron al seminario. Llegué a jurar los votos de devoción y obediencia y a vestir sotana. Pero un día me di cuenta de que mi camino era ayudar a las personas de forma terrenal".
- ¿Está en paz con Dios?
- Dios no existe, sólo el sentimento que algunas personas tienen por él.
Después de terminar la carrera, este "jesuita ateo" empezó trabajando en medicina general en un hospital y poco después abrió un consultorio privado. "Mi especialidad era atender en partos. Estuve presente en más de 200", asegura.
En aquella época, Gustavo, amante de la velocidad, competía en carreras de coches. Nos enseña varias fotos de esos años. En una de ellas sale con el famoso narcotraficante Pablo Escobar, en la Copa Renault de 1979. "Era un tipo con un aura extraña", dice.
'Es mi deber ético'
Tras estar 35 años en el consultorio, el doctor Quintana hizo un diplomado en gerontología, la ciencia que estudia la vejez. Empezó con visitas a domicilio a ancianos desahuciados. En ese momento reflexionó por primera vez sobre el sufrimiento de estas personas.
Aunque su primer contacto con la eutanasia fue a raíz de un accidente de coche. "Un carro que iba en sentido contrario me encandiló con las luces hasta hacerme perder la visión de la carretera. Lo único que sentí fue un estruendo. Segundos después desperté y noté que mi cráneo estaba al descubierto. Tampoco sentía las manos ni los pies", explica Gustavo, que se vio parapléjico. "Le rogué a los médicos que me dejasen morir porque creía que iba a estar postrado en una cama el resto de mi vida. Por suerte, me recuperé. Decidí que hacer la eutanasia era un deber ético que yo tenía como médico". Meses después, el doctor practicó la primera eutanasia a una mujer con cáncer cerebral que tampoco podía caminar.
Gustavo ha estado también cerca de la muerte en otras ocasiones. Ha tenido dos ataques cardíacos, pero recuerda con especial temor el día de 2008 en que fue secuestrado por las FARC para que practicara la eutanasia a uno de sus jefes: "Me llamaron unas personas del departamento de Meta diciendo que a su abuelito le habían desahuciado del hospital y que quería recibir una muerte digna. Me desplacé hasta la ciudad de Granada. Allí fuimos a una caseta donde había cuatro hombres esperándome con fusiles. Me llevaron a caballo por la selva durante cuatro horas y llegamos a una cabaña donde supuestamente debía esperar al paciente, uno de los jefes, que tenía una herida profunda y que pidió morir por eutanasia. El problema fue que murió de camino. Estuve encerrado allí 10 días hasta que me liberaron en el pueblo más cercano".
Es mediodía en Bogotá, poco a poco está dejando de llover, el sol empieza a salir y se deja ver a través de la ventana del aula donde transcurre la entrevista. Nuestro protagonista cada vez toma más confianza y empieza a desnudar su vida íntima ante la libreta del periodista. Una vida que empezó en un pequeño pueblo del Valle del Cauca, uno de los 32 departamentos de Colombia.
Nos confiesa que su debilidad siempre han sido las mujeres. Ha estado casado cuatro veces y tiene cuatro hijos: un piloto, una bióloga, una estudiante de comercio internacional y otra de derecho.
- ¿Haría la eutanasia a un hijo suyo?
- Sí, con todo el dolor de mi alma, pero lo haría si me lo pidiesen y si, por su salud y pérdida de autonomía, no pudiesen seguir viviendo sin sufrimiento.
Gustavo vive solo en un buen barrio del centro de Bogotá. Tiene tres coches deportivos que todavía conserva de su época en las carreras. Cuenta que de joven fue campeón de natación y también buzo profesional. La entrevista se tensa cuando le preguntamos si hace negocio con la eutanasia. "No vivo de esto, tengo mis rentas, mi pensión y no necesito más dinero. Lo único que pido a mis pacientes es el coste del desplazamiento y de las medicinas. Me parece una vergüenza que en países como Suiza te cobren hasta 10.000 euros".
Gustavo ha viajado desde Argentina hasta México haciendo eutanasias clandestinas. "Nunca he tenido que presentarme ante un tribunal para explicar mi conducta porque las hago con dos condiciones: que exista un enfermo terminal y que exprese con claridad y reiteradas veces su deseo de morir".
Los ojos se le ponen llorosos al hablar de una mujer diabética de 49 años. Perdió sus dos riñones. Poco a poco fue quedándose sin visión y sufría gangrena en los pies. Tenía programada la amputación de ambas piernas. Ella le llamó, desesperada. "Entendía que la paciente tenía el más sagrado derecho a optar por la eutanasia", afirma. Gustavo acudió a su casa un sábado a las nueve de la noche. Como si se tratase de una fiesta, la mujer había invitado a todas sus amigas, que le habían maquillado y vestido elegantemente para despedirse de la vida. "Me emocioné mucho al ver esa imagen. Al terminar me pasé dos días llorando en casa", recuerda.
Antes de despedirnos, Gustavo quiere resaltar un tema que le preocupa. Dice que el 30% de las llamadas que recibe es de jóvenes veinteañeras que se quieren morir porque están deprimidas, aburridas de vivir. "Son chicas que han pensado en suicidarse, pero por no causar más sufrimiento a su familia me piden que les dé una muerte dulce. Yo siempre les digo lo mismo: 'Regálame una semana y yo te muestro con imágenes e historias que no hay nada más bonito que vivir'".