Suelo de barro, un tresillo de madera tosca, mantel azul y dos ventanucos abiertos en las paredes de arcilla. Las fotos nupciales presiden un salón decorado con pósters de cristos y vírgenes. Hace cinco años que Alfred puso la primera piedra de esta choza conyugal. El hogar que comparte con Donata parece igual que el de sus vecinos y sin embargo tiene mucho de extraordinario.
Bajo este techo conviven la hija del asesino con el hijo de su víctima. Marido y mujer. Él, tutsi; ella, hutu. Su historia de amor condensa la de su país. Dos familias para contar las heridas de un genocidio. Su relato es una versión de Romeo y Julieta. El relato de dos sagas que vivían enfrentadas hasta que los niños, que siempre se amaron, sellaron su alianza ante Dios. Donata y Alfred reescriben en la Ruanda más agreste el relato inmortal de Shakespeare.
En las colinas de Kamembe, unas de las zonas más aisladas y empobrecidas de Ruanda, para contar esta historia de odio y reconciliación en la que el amor de toda la vida ha cicatrizado una herida abierta hace casi 20 años. Nos acompañan en el periplo Jean-Marie, el chófer silencioso, y el documentalista Ayoze O'Shanahan. Todos en esta recóndita aldea conocen la historia de la pareja. Unas bodas de sangre que comenzaron en 1994. Cuando los radicales hutuscomenzaron a matar a sus hermanos tutsis, el padre de Donata se unió a los carniceros del machete y asesinó al padre de Alfred y a otros miembros de su familia.
"Yo no lo maté. Fue nuestro grupo", nos cuenta Grazie. Tiene las manos cuarteadas y la mirada esquiva. Se sitúa en algún lugar entre la verdad y la mentira: no reconoce que mató a su vecino, tampoco lo niega. "Yo vi cómo lo mataban, fueron los miembros de mi grupo, le clavamos una lanza en la cabeza y en la espalda", asegura.
Hoy, casi 20 años después de la matanza nacional, el trauma todavía se vive en un espacio de 200 metros: lo que dista la casa del asesino de la de la víctima. Cuando Donata y Alfred jugaban entre las plataneras nadie hablaba de hutus y tutsis, la etnia no importaba, sus familias eran amigas.
Un ejemplo de reconciliación
"Nos guiábamos por las identificaciones. Así supimos que el padre de Alfred era tutsi. Por eso fuimos a por él", dice Grazie, verdugo hutu. "Aún sueño con el fuego, con el momento en el que salíamos a matar, pero sobre todo tengo pesadillas con la prisión", dice. "Hoy sí estoy arrepentido, el Gobierno quiso que pidiera perdón, pero no estoy seguro de que esto no pueda volver a repetirse", matiza.
"No sólo lo asesinó, sino que señaló dónde estaba escondido",nos asegura en voz baja uno de sus vecinos, ex compañero de la milicia Interahawe y luego de presidio. Su versión coincide con la de Bernardette, la madre de Alfred, viuda del genocidio y memoria viva de la aldea. "Gracias a mi fe he podido perdonar", dice esta anciana de mirada directa.
"Cuando Alfred y Donata dijeron que se iban a casar, el padre de ella, que aún estaba en prisión, no lo aceptó. Que un tutsi le pidiera la mano de su hija para él era una venganza", asegura la mujer.