La primera jornada del festival tuvo muchas atracciones más allá de la música. Por el escenario principal pasaron este sábado León Gieco, Illya Kuryaki, Skay y un cierre épico de Charly García. La lluvia se hizo presente por la noche
Si existe una sustancia intangible que hace que algo sea más que la suma de sus partes, podríamos decir que el Cosquín Rock la tiene: el festival consigue que la experiencia de asistir se transforme en una aventura más allá de la música en vivo. Podríamos llamar “mística” a esa improbable sustancia, pero su denominación en verdad no es tan importante.
En su edición más variada desde que existe, el evento rockero por excelencia del verano dejó en claro que las bandas, por buenas que sean o por alto que aparezcan en la programación, pueden adquirir un papel secundario cuando hay tantos estímulos dispersos en el predio.
El sábado, en la primera jornada de esta edición, el clima acompañó hasta las 22. Mientras Skay Beilinson arengaba al público con sus gemas solistas y alguna que otra perla redonda, la lluvia pasó la frontera de la amenaza y cayó con fuerza sobre el Aeródromo de Santa María de Punilla. Por la tarde, sin embargo, en el horizonte se mezclaban las montañas con un cielo que oscilaba entre el azul y un gris plomizo, suerte de advertencia para lo que vendría, pero había una temperatura templada y agradable, que incluso invitaba a las mangas cortas si uno se mantenía en ritmo y visitaba con regularidad cualquiera de los cuatro escenarios.
Sí, cuatro, porque música hubo y a montones, además de zonas de descanso, locales con venta de comida o indumentaria, una disquería, una carpa con proyecciones, una vuelta al mundo, un toro mecánico, una tirolesa, dos espacios VIP y varias carpas de prensa, en las que se mezclaban los periodistas con los artistas. Una pequeña ciudad del rock emplazada en las sierras cordobesas.
El encargado del cierre de la noche fue Charly García, cuya aparición sobre el escenario, apenas unos minutos después de lo anunciado, tuvo algo de magia meteorológica: poco después de que él y su banda empezaran con el show, las gotas dieron un poco de tregua. No fue el espectáculo sinfónico que se anunciaba, pero hubo violines y cellos, momentos de cuerdas épicas (como en Desarma y sangra o Los dinosaurios) y un García que aun sin estar en condición plena, se mostró de forma aceptable. Su voz ya no es el hilo ronco de sus peores momentos, sino que logra complementarse con los coros de Rosario Ortega para que puedan lucirse esas hermosas melodías que supo escribir.
Los highlights del concierto probablemente haya que buscarlos en los invitados. Pity Álvarez se unió para una versión rockera de La sal no sala y, un rato después, Nito Mestre aparecía a través de la patalla gigante (¿vía Skype?) para Instituciones. Y no es que fuera un video grabado: según el relato del propio Charly, su excompañero en Sui Generis tenía un compromiso y no pudo viajar a Córdoba, pero no iba a perderse esa oportunidad.
El resto del concierto fue contundente, bien arriba, lleno de clásicos como Cerca de la revolución o Nos siguen pegando abajo, y dejó la impresión de que queda Charly García para un buen rato.
Desde temprano
S
egún el productor José Palazzo, ayer hubo 30 mil personas en el Aeródromo. Aunque la buena afluencia de público se pudo apreciar recién con Illya Kuryaki, pasadas las 20.30, hubo actividad en el escenario principal desde muy temprano con Cirse, un grupo de rock con una vocalista carismática de sello bastante personal: el cabello teñido de violeta. Minutos después de las 16, mientras el Domo Naranja, el Hangar y el Temático comenzaban a tomar color, La Armada Cósmica se ganaba la atención de los primeros curiosos a raíz de Daland Gutiérrez, su eléctrico y raro frontman, quien parece una curiosa mezcla entre Willy Wonka, Johnny Rotten y Juanse, su padre.
El rock más clásico (y más ligado al sonido histórico del festival) llegó por parte del grupo De La Gran Piñata, pero el escenario pronto adquirió otros colores con el show de El Kuelgue, que propone una mixtura entre los sonidos ásperos de las guitarras y la cadencia sensual y divertida de la cumbia.
Casi a la misma hora, Fabricio Oberto (lookeado con barba hipster y remera de Charlie Sheen) debutaba sobre las tablas del escenario Naranja con su banda Uneven.
El domo, un espacio necesario para el Cosquín Rock, tuvo otros momentos interesantes, como Guauchos y De La Rivera, pero algo que ocurrió en ese mismo lugar adquirió un valor profundamente simbólico un rato antes: al promediar la tarde se presentó allí el libro Díscolo, y uno de los que disertó fue el mítico diseñador Rocambole. Mientras contaba anécdotas de su trabajo a un pequeño grupo de curiosos, a metros de allí, en el Hangar, Planeador V realizaba versiones de Gustavo Cerati. Podría pensarse como un choque de estéticas y valores, sí, pero también habla de la apertura de esta edición.
Lo de Banda de Turistas (volvemos al principal) fue interesante no sólo por su recital sino por su actitud. El grupo se bancó el espacio e incluso invitó hacia el final a Joel Barbeito, saxofonista de Las Pastillas del Abuelo, otro gesto que habla a las claras de que, por estos días, marcar divisiones estrictas en la música popular está cerca de ser un ejercicio pasado de moda.
Algo que también dejó en claro Iván Noble con su debut en el festival: consciente de que no podría presentarse como el crooner acústico que hace suspirar a las mujeres, llegó con músicos de rock y, más allá de su repertorio solista, ofreció clásicos de Los Caballeros de la Quema. No sorprendió, a decir verdad, pero tampoco defraudó. Y podría decirse lo mismo de León Gieco, un viejo conocido de este festival, quien también salió a comerse el escenario con una backing band de dientes apretados, que convertía a sus clásicos en algo cercano al punk rock.
Máquina funk
Ya para la hora de Illya Kuryaki, que subió media hora antes de lo previsto, el marco era nocturno, concurrido y bastante fresquito, pero los cuerpos en el campo les hicieron frente a las primeras gotas con esa maquinaria funk tan bien aceitada.