Ojo de cerradura
Edición del 23 / 11 / 2024
                   
12/01/2022 14:12 hs

Espiritismo y una extraña desaparición: la enigmática vida de Agatha Christie, la mujer que inventó el misterio

- 12/01/2022 14:12 hs
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La escritora británica, que murió un día como hoy, hace 46 años, fue la “reina del crimen”. Su vida transitó del misterio al ocultismo. Los crímenes que imaginó, la infidelidad que la hizo pensar en el suicidio, los días desaparecida y el ácido humor inglés que la salvó.

Inventó el misterio. Lo llenó de intriga. Le puso emoción, conflicto, confusión y desconcierto. Sazonó todo con el humor británico de principios del siglo pasado, lo escribió de punta a rabo y se convirtió en la autora de novelas policiales más famosa y leída del mundo. Esas botas calzaba Agatha Christie, que murió un día como hoy, hace cuarenta y seis años, cuando el mundo que ella había conocido daba otra vuelta de carnero, otra más, y sepultaba de alguna manera su obra que es hoy objeto de culto.

Primero viene la Biblia, después Shakespeare y después Agatha. Biblia y Shakespeare tienen unos cuantos siglos más en el mercado y una religión a favor, ambos, que hacen que la batalla sea injusta para con Agatha. Pero de los tres son las páginas más leídas de la historia.

A Agatha la condecoraron con el sello virtual de “Reina del crimen”, que, por venir de los británicos, ya es algo más que un elogio. Para el Index Translationum, la base de datos de la UNESCO de libros traducidos, Agatha Christie es la autora individual más traducida de la historia: sus textos pasaron a ciento tres idiomas, lo que prueba que la novela policial ejerce su fascinación en todo el mundo, desde el primer crimen de la Biblia: Caín que mata a su hermano Abel.

El Libro Guinnes de los Records la proclamó la novelista más vendida de todos los tiempos. Sólo una de sus novelas, Diez negritos vendió más de cien millones de ejemplares, lo que la convierte en la historia policial más leída del mundo. El argumento es simple: ocho personas son invitadas a una isla, donde los reciben sus dos anfitriones. Hay personal de servicio porque siempre tiene que haber un mayordomo en una novela inglesa. Uno a uno, los invitados empiezan a morir asesinados. No hay nadie más en la isla, sobre la que cae una tormenta. No hay modo de huir. El asesino es uno de ellos, invitado o anfitrión. ¿Quién?

Agatha escribía de atrás hacia adelante. Tenía un criminal y un cadáver. Una víctima y un culpable. Y hasta un motivo para el crimen. De allí en más, empezaba a desandar la historia, primero el desenlace, después el nudo, las pistas falsas, el principal sospechoso, que por supuesto no es el asesino, las pruebas acusatorias que caen ante una evidencia simple y que a menudo está a la vista pero que nadie ve, y así, de a poco, se acercaba al inicio inocente, pasajero, trivial. Éxito asegurado.

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Agatha Christie en la década del 20 (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Inventó, junto al misterio, a un detective muy particular: cabeza de huevo, ojos saltones, bigote de húsar de puntas engominadas hacia el cielo, abdomen generoso, moñito al cuello, sombrero bombín, con cierto empaque rancio y hasta solemne… vamos, un patán impresentable en siempre y cuando no fuesen necesarios sus servicios, dueño de una sagacidad y una lógica fascinantes para su oficio: detective privado, y belga, para más datos.

Un anti héroe, sin super poderes, sin una sonrisa que hiciera caer a sus pies a las muchachas más bellas de su zona de influencia, ni músculos que amenazaran rasgar sus vestiduras, ni capacidad de beber un barril sin que se le descuelgue el bigotazo: Agatha no era esa clase de novelista. Sólo le dio un nombre de divinidad griega, Hércules, lo que era una ironía grande como un pino, y un apellido que hiciera juego con su patria natal: Poirot. Y a resolver asesinatos, amigo.

Agatha inventó otros detectives célebres, como Miss Marple, o Tuppence Beresford. Pero Poirot fue su hijo dilecto. Y también lo fue el capitán Hastings, amigo y ayudante de Poirot, algo así como el Watson de Sherlock Holmes, y el Inspector Jefe Japp, que siempre hay que tener un pie en el lado de la ley.

Los delitos de Agatha no son los rastreros y violentos de los bajos fondos y de la marginalidad. Sus asesinos no son Jack el destripador. Ni sus asesinatos son los de la Rue Morgue. En las novelas de Agatha, mata el exquisito, son crímenes señoriales que no ocurren en callejones lluviosos, sino en mansiones de veinticuatro habitaciones, personal de servicio, cochero y antepasados con óleos en las paredes; o en trenes que intentan unir al mundo, como el Expreso de Oriente; quienes matan en sus novelas pueden ser lores, caballeros del reino, financistas, banqueros, aspirantes a herencias, se mata con delicadeza y sin ruido.

Todo es misterio y ocultismo por partida doble: por el arte de ocultar y por cierta fascinación por el espiritismo, la hechicería y la nigromancia que Agatha sentía y no ocultaba. Por esas páginas se movía Poirot, con la lógica de Agatha: el detective nunca puede saber más que el lector. Para saberlo todo, ya estaba ella.

Se impuso a fuerza de trabajo y talento, en un mundo, el literario policial, ceñido casi con exclusividad a los hombres. Publicó sesenta y seis novelas policiales, seis novelas rosas, catorce cuentos firmados como Mary Westmacott, diecisiete obras de teatro, dos de ellas muy famosas: La ratonera y Testigo de cargo. La primera se estrenó en 1952 y todavía está en cartel con más de veinticinco mil representaciones: es una atracción turística de Londres. Y Testigo de cargo fue llevada al cine protagonizada por Charles Laughton, Tyrone Power y una inolvidable Marlene Dietrich, dirigidos todos por otros imprescindible, Billy Wilder. La peli es de 1957, pero no le haga asco: si la repone.

Pero, ¿quién era esta tromba marina que irrumpió en el mundo de la literatura policial inglesa y se hizo universal? Había nacido el 15 de septiembre de 1890 como Agatha Mary Clarissa Miller, en Torquay, un pueblo de la costa británica en el condado de Devon. Contó siempre una infancia feliz, en un hogar de clase media alta y liberal, criada por mujeres fuertes e independientes. No fue al colegio. Fue educada en casa, bajo la tutela de su madre a la que ella y sus dos hermanos le adjudicaban percepciones extrasensoriales, para decirlo de alguna manera.

Sin mucha posibilidad de relacionarse con chicos de su edad, tímida y un poco retraída, creó un mundo interior propio y unos amigos imaginarios. Todo terminó a los once años, cuando el jefe de familia, un tipo que vivía de rentas y ara aficionado al póker más que a cualquier otra cosa, murió de una neumonía, en 1901 y dejó a la familia en la ruina.

Un año después, Agatha fue a una “escuela para damas” donde intensificó su pasión por la lectura y los juegos con sus amigos invisibles. Así que la mandaron a estudiar a París, donde vivió cinco años. Al regresar, ya con diecisiete años, acompañó a su madre, enferma, a El Cairo, que era el sitio elegido por los ingleses ricos para pasar sus vacaciones. No es que la muchacha se haya vuelto loca ante el desborde cultural y enigmático de la capital egipcia y sus pirámides, pero El Cairo iba a ser el escenario de su primera novela romántica: Snow upon the Desert (Nieve sobre el desierto).

Al regresar a Inglaterra se animó con los primeros cuentos. No sentía que esa fuese su vocación: los cuentos, The Call o Wings y The Little Loney God no fueron publicados tal como estaban, sino, tiempo después, tras una revisión y corrección. Snow upon desert no llevaba su nombre, sino el alegórico seudónimo de “Monosyllaba”. Varias editoriales se la rebotaron, su madre intercedió para que el escritor Eden Philpotts, un amigo personal, aconsejara a la novelista en ciernes. Philpotts la derivó a su agente literario que le aconsejó a Agatha que escribiera otra novela. Así es como se le dice a alguien que lo que escribió sirve para nada.

En 1912, y con su talento todavía indefinido, Agatha conoció a Archibald Christie, un oficial del Royal Flying Corps. Se enamoraron con el fuego de los veinte años en aquel mundo agitado que marchaba hacia la Primera Guerra Mundial con inconsciente alegría y al son de los valses de Strauss. Se casaron en la Nochebuena de 1914, él herido en Francia y ella enfermera voluntaria del Destacamento de Ayuda Voluntaria de su pueblo natal.

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Archibald Christie (Grosby)

Fue allí, entre la sangre de los heridos, la muerte joven y el terror a los bombardeos enemigos, cuando Agatha, que ahora era Agatha Christie, escribió su primera novela policial: El misterioso caso de Styles, en la que aparecen Poirot, su ayudante Hastings y el inspector jefe Japp. La publicaron por primera vez en Estados Unidos, con ese olfato infalible de los editores americanos cuando huelen talento, en 1920. Y recién en 1921 se publicó en Inglaterra.

Con la fórmula del éxito en las manos, algunas pautas éticas y morales de cemento armado: la inteligencia vence al crimen, el mal nunca queda sin castigo, aunque a veces ese castigo es secreto, el mejor asesino es el tiempo y cosas así, Agatha se permitió el humor para definir a ese éxito que la hizo famosa: “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Lavar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría”.

Ese mundo feliz se vino abajo en diciembre de 1926. Su enamorado marido de doce años antes, le pidió el divorcio: tenía una amante más joven llamada Nancy Neele, y quería casarse con ella.

El 3 de diciembre, Agatha, de treinta y seis años, se despidió de su hija y se fue a su casa en Sunningdale, en el sur de Inglaterra. Nunca llegó. Encontraron su auto, un Morris Cowley gris, al pie de un barranco, en el condado de Sussex, a cien kilómetros de la casa de Agatha.

De Agatha, ni rastros.

Su marido, no tenía explicación alguna para la desaparición de su esposa. Sí, ella le había dejado una carta, pero no decía nada sobre sus planes. Y, para colmo, el señor Christie había quemado esa carta, según relato del New York Times. No hacía falta mucho para convertir al marido en sospechoso de la desaparición de su mujer.

Agatha había dejado dos cartas más. Una dirigida a su secretaria, con dos o tres indicaciones de trabajo. Y nada más. La otra, dirigida a su cuñado, decía que pensaba ir a un spa, al norte de Inglaterra, en Yorkshire porque necesitaba descansar y cierto tratamiento relajante.

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Agatha Christie y su hija Rosalind aparecen en un periódico donde se reportó la misteriosa desaparición de la novelista en 1926 (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Cuando se supo que entre Agatha y su marido había una tercera persona, amante del señor Christie, un manto turbio empezó a cubrir la imagen del ex aviador militar. Lo que empezó entonces fue una búsqueda nacional de Agatha Christie y un temor latente: cerca del hallazgo del auto de la escritora, el Silent Pool, un lago de aguas profundas bañaba la costa agreste vecina a Sussex. ¿Había caído al lago la escritora? ¿Se habría suicidado? ¿Había sido asesinada por su marido? Eran sospechas que carecían de lo elemental: el cadáver de Agatha. Es lo primero que hubiese dicho Poirot, a quien nada se le podía preguntar porque vivía en el interior de Agatha, si es que ella estaba viva.

¿Y si todo era un truco publicitario? Días antes de la desaparición había salido a la venta su nueva novela: El asesinato de Roger Ackroyd, a ser desentrañado por el detective Poirot. A la búsqueda de Agatha Christie se lanzaron miles de sus lectores aficionados, Scotland Yard, el ministro del Interior del reino, William Johnson-Hicks; ofrecieron recompensa por datos útiles y, según The Guardian hasta el propio Arthur Conan Doyle, padre del imbatible Sherlock Holmes, se metió en la búsqueda, aunque no como se hubiese esperado, con sus cinco sentidos de autor de novelas de detective: Doyle llevó un guante de Agatha a una médium para que lanzara un aserto, una pista. No hubo nada. El mismo resultado dio una sesión de espiritismo celebrada en el sitio de la desaparición, si era el sitio de la desaparición, y si Agatha había desaparecido.

No había desaparecido, ni estaba muerta, ni estaba de parranda como aquel de la canción. El 15 de diciembre, once días después de haberse desvanecido en el aire, Agatha apareció en un spa de Harrogate, Yorkshire, que era más o menos lo que había dicho que haría. No recordaba cómo había llegado hasta allí. O decía que no lo recordaba. Ni pudo explicar tampoco cómo era que se había registrado con un nombre falso, Teresa Neele que, oh coincidencia, era el apellido de la amante de su esposo.

Agatha Christie hablo sólo una vez del incidente. No lo hizo en su autobiografía, publicada en 1977: para eso son las autobiografía, para que los autobiografiados recuerden tal y como le sale de las narices sólo lo que quieren recordar. Sí lo hizo para el Daily Mail, pero en 1928, dos años después del hecho. “Salí de casa esa noche en un estado de mucho nerviosismo, con la intención de hacer algo desesperado (…) Cuando llegué al punto del camino que pensé estaba cerca de la cantera, saqué el auto del camino, colina abajo. Solté el volante y dejé que el auto avanzara. El auto se chocó con algo y dio un sacudón imprevisto. Me arrojó contra el volante, y mi cabeza golpeó algo. Hasta ese momento yo era la señora Christie”. Y eso fue todo.

Cuando el sospechoso Archibald, liberado ya de toda sospecha, igualito que en una novela de su mujer, se encontró con Agatha, ella no recordaba nada. Los médicos dijeron que había sufrido amnesia temporal. Como fuere, el matrimonio se divorció en 1928: el coronel Christie se casó con Nancy Neele y Agatha reencontró el amor en el arqueólogo Max Mallowan, catorce años menor que ella, quien le devolvió el humor.

Se casaron en septiembre de 1930: “Cásate con un arqueólogo; cuanto más envejezcas, más atractiva te encontrará”. Eso sí, quiso borrar a Christie de su vida, pero no pudo inició gestiones para no ser más Agatha Christie, pero era ya demasiado célebre como para correr ese riesgo.

En 1974 con su salud algo deteriorada, apareció en público por última vez. Fue cuando se estrenó Crimen en el Expreso del Oriente, dirigida por Sidney Lumet, que reunió en su elenco a Albert Finney, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Sean Connery, John Gielgud, Vanessa Redgrave, Michael York y Jacqueline Bisset, entre otros y le valió el Oscar a la inolvidable Ingrid Bergman.

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Imagen de marzo de 1946 (Gettyimages)

Christie, que tenía entonces ochenta y cuatro años, no pudo evitar una crítica: no le gustó el bigotazo que Albert Finney había lucido en la cara del detective Poirot. “Escribí que él tenía el bigote más elegante de Inglaterra. Y en la película no lo tenía. Qué pena, pensé”. Si alguien critica eso de una película, es que la película es excelente. Y lo era.

Murió el 12 de enero de1976, casada con el arqueólogo Mallowan. Y cuando Mallowan murió, dos años después, fueron enterrados juntos.

El mundo de Agatha Christie había cambiado para siempre en 1976. Sus detectives de palacio, de mansiones decimonónicas y de expresos legendarios; sus criminales de guante blanco, pistola silenciosa e ingenio diabólico; la lucha sutil del crimen contra la inteligencia del bien, habían cedido su espacio en la ficción literaria al terrorismo, a la guerrilla, al mundo de los espías, al de los mercenarios eternos.

Hoy, Agatha es una invitación a la nostalgia. Nunca está de más.

Infobae Por Alberto Amato

Foto tapa: Gettyimages
 

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