Nicolaos Spachidakis, el segundo oficial del barco petrolero griego Captain Theo, que navegaba con destino a Puerto Rico, entrecerró sus ojos hasta convertirlos en una delgada línea. Quería evitar que el sol lo encegueciera mientras escrutaba, centímetro a centímetro, las aguas del canal Providence del Océano Atlántico a la altura de las Islas Bahamas. Desde la altura del puente de mando podía ver cómo decenas de barcos salpicaban la enorme superficie azul. Algo muy pequeño que brillaba en el horizonte le llamó la atención. No parecía ir a ningún lado y danzaba al compás de la marea. Primero pensó que era un diminuto barco de pescadores. Fijó la vista, intrigado. La idea era ridícula, ¿qué haría un pescador tan alejado de la costa? Dejó anclada su mirada en ese punto blanco resplandeciente. Por alguna razón o quizá por ninguna. Suerte o destino. Por lo que fuera, decidió llamar al capitán del barco, Stylianos Coutsodontis, para que lo ayudara a resolver la incógnita. Cuando este subió al puente el objeto de su atención ya estaba más próximo.
No era un bote.
No era un catamarán.
No era nada de lo que esperaban.
Sobre ese pequeño islote flotante, entre tiburones y enormes olas, había una especie de sirena. Parecía una jugada de la imaginación más acalorada. Surrealista. Era una chica, más rubia que el sol, tremendamente bronceada, de mirada desfalleciente que flotaba sobre un salvavidas ovalado con un fondo de red. Llevaba puesto una blusa blanca, unos pantalones capri rosa pálido y tenía sus pies sumergidos a un lado del flotador.
La sirena era una sobreviviente de algo que desconocían.
Tiburones al acecho
Los hombres dieron la orden de parar las máquinas del barco, querían evitar golpear a la diminuta embarcación. Le gritaron a la pequeña que no saltara al agua, que era muy peligroso, que la rescatarían. En pocos minutos armaron, con barriles de combustible vacíos, una especie de balsa para acercarse hasta ella. Tenían que apurarse, habían observado varios tiburones nadando en círculos alrededor de la sirena agónica que seguía con sus pies sumergidos.
Desde la cubierta un marinero tomó una foto. La imagen del ángel rubio hallado en el mar daría la vuelta al mundo y ocuparía la tapa de la importante revista Life. El que finalmente logró alzarla en brazos y subirla a la balsa fue un miembro de la tripulación llamado Evangelos Kantzilas. Casi desvanecida la izaron a cubierta con una soga que colocaron por debajo de sus brazos. La emoción de los marineros se expresó en un tenso silencio.
La trasladaron hasta una camilla ubicada a la sombra. La náufraga estaba severamente deshidratada y el termómetro marcaba 40.5 grados. Le dieron sorbos de agua y de jugo de naranja. Le pasaron con suavidad toallas húmedas por la cara, los brazos y las piernas y le aplicaron vaselina en los labios inflamados. El capitán le habló varias veces, pero ella no respondía. Tenía clavada su mirada marrón sobre el piso.
“Entonces… ¿tienes familia en algún lado?”, insistió el capitán. Ella terminó por asentir con la cabeza. Él acercó la oreja a su boca para poder escucharla. Con un hilo de voz le dijo que se llamaba Terry Jo Duperrault, que tenía 11 años y que sus familiares eran de Green Bay, en Wisconsin. Luego, se desmayó.
Estamos en una mañana soleada de hace seis décadas. Es el jueves 16 de noviembre de 1961 y Terry lleva, aunque no las ha contado, ochenta y cuatro horas a la deriva. Día y noche, bajo el sol abrasador, rodeada por tiburones, hamacada por la inmensidad.
Felices vacaciones
Los Duperrault eran una familia originaria de Wisconsin, Estados Unidos, un estado que se encuentra situado lejos del mar y que suele enfrentar inviernos duros. Arthur (41) y Jean (38) tenían tres hijos: Brian (14), Terry Jo (11) y Rene (7). Arthur era un exitoso optometrista que comercializaba lentes de contacto. Desde hacía tiempo que él venía ahorrando con un objetivo: tomarse un año sabático, alquilar un velero y pasar doce meses embarcado con su familia. Era su sueño y, también, el de Jean. Pero antes de concretarlo la pareja quería ensayar con unas vacaciones y ver cómo era la convivencia familiar a bordo. Decidieron que se tomarían unas tres semanas en un velero alquilado para navegar entre los cayos de la Florida y las Bahamas. De esa manera él aprendería los vericuetos de la navegación, escaparían del clima crudo del invierno y probarían cómo se sentían en esa vida náutica. Para esto se contactó con un viejo conocido, Julien Harvey (44), un veterano de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de Corea, condecorado doce veces. El hombre era un experimentado marinero y teniente coronel retirado de la Fuerza Aérea donde había piloteado bombarderos. Ahora Harvey estaba casado por sexta vez con Mary Dene Jordan (34), una joven que soñaba con ser escritora y había trabajado como azafata. Acordaron que Arthur le pagaría 100 dólares por día para que Harvey fuera el capitán. Dene sería la encargada de cocinarles.
Los Duperrault viajaron al estado de Florida. El velero alquilado se llamaba Bluebell, tenía 18 metros de eslora y estaba amarrado en la marina Bahía del Mar, en Fort Lauderdale.
Se embarcaron al mediodía del miércoles 8 de noviembre de 1961 y zarparon. Estaban fascinados y tenían al mando a un capitán de lujo. Las soñadas vacaciones estaban en marcha.
Dejaron atrás la costa de Florida y se dirigieron hacia las Bahamas. Navegaron hacia las pequeñas islas Bimini. Tal como lo habían soñado nadaron en mares color turquesa, descubrieron islas exóticas, bucearon en playas paradisíacas y bajaron a comprar souvenirs… Uno de los lugares en los que desembarcaron fue en Sandy Point, un pueblito al sur de la isla Gran Ábaco. Todo marchaba perfecto.
El domingo 12 de noviembre Harvey decidió que navegarían de noche. Eso prometía ser una aventura. Antes de las 20 cenaron en la cubierta del Bluebelle. Dene fue la encargada de cocinar pollo con verduras y ensalada.
Arthur tocaba el cielo con las manos. Esos primeros cuatro días habían sido exactamente como lo había soñado. Tanto que al funcionario Roderick Pinder, que esa tarde antes de partir del puerto lo había ayudado a rellenar los papeles para el retorno a los Estados Unidos, le dijo que volverían “antes de Navidad” porque estaba decidido a concretar su anhelo de vivir un año sobre el agua.
Pero el futuro no sería lo soñado. Es más, no existiría ningún futuro. Esa misma noche, la quinta de la travesía, todo se iría a pique.
Matar para encubrir
Terry Jo estaba muy cansada, así que luego de comer descendió a su camarote para dormir. Por lo general, Rene bajaba con ella, pero esa noche se quedó en la cubierta con el resto, disfrutando de la velada.
Al rato, unos gritos aterradores despertaron a Terry sobresaltada. Los alaridos provenían de arriba. Era la voz de su hermano: “¡Ayuda, papá! ¡Ayuda!”. Escuchó pasos acelerados, como de personas corriendo y, luego, silencio total.
Terry se quedó inmóvil en su cama, petrificada. Un poco después, se animó a salir para ir a ver lo que ocurría. En el camino tropezó con su madre y su hermano Brian. Estaban tirados en el suelo cubiertos de sangre. A Terry le pareció ver un rifle tirado a un costado. Subió despacio a la cubierta, quería encontrar a su padre… pero encontró dos ojos desorbitados. Eran los del capitán Julian Harvey. A los gritos le indicó que volviera a su camarote y comenzó a empujarla escaleras abajo. El corazón de Terry se escapaba de su pecho. Confundida dio marcha atrás y pasó casi corriendo al lado de los cuerpos de su madre y de su hermano. Se refugió en su cuarto y volvió a meterse en la cama deseando estar en medio de un mal sueño. ¿Era una pesadilla? ¿Qué pasaba? ¿Por qué no se despertaba de una vez? De pronto un sonido la devolvió a la realidad. Era el agua que había comenzado a colarse por el casco e inundaba el piso. ¿Qué tenía que hacer? ¿Dónde estaba el resto?
De pronto, Harvey entró a la cabina con una pistola en la mano. La miró fijo a los ojos, no dijo una palabra y se fue. Terry, quedó temblando. El agua subía. No podía quedarse allí. El frío líquido había alcanzado el colchón. Tenía que moverse y salir, se iba a ahogar y no solo de lágrimas. Se empujó contra el agua que se arremolinaba alrededor de su cintura y subió los escalones. Llegó justo para ver cuando Harvey se disponía a lanzarse al bote que se había desatado. No le preocupaba Terry, ella se estaba hundiendo con el Bluebelle.
Con Harvey fuera de su vista, la adrenalina la espoleó. Recordó el pequeño salvavidas del que su padre le había hablado, levantó la vista y ahí estaba. Era blanco y estaba cerca. Trepó por el costado de la vela y lo alcanzó. Se arrojó al agua con él.
Segundos después el barco se hundió completamente.
Huérfana y a la deriva
Ahora sí sintió ese miedo demoledor. Era tangible y oscuro como la noche en la que estaba, como el mar inmenso que se la tragaría. Estaba, por primera vez en su vida, absolutamente sola ante lo desconocido. Solo escuchaba el rugido suave del agua y el roce de sus manos contra la lona del salvavidas.
Su mayor temor, sin embargo, era volver a encontrarse con la mirada lunática de Harvey. Sabía que él había hecho algo muy malo. Tenía una única certeza: ese hombre había matado a su familia. Las imágenes de su madre y su hermano en un enorme charco de sangre la acosaban. Pero su padre era fuerte… ¿dónde estaría? Estaba tan traumatizada que anuló el hambre y la sed. Sí pensó en los tiburones. ¿Habría? Claro que sí.
Con el paso de las horas, llegó el amanecer y enfrentó otro problema: el sol. La compañía de la luz traía aparejada la insolación. Al segundo día, padecía náuseas y fiebre. Encima, el pequeño salvavidas había comenzado a desintegrarse. Cada hora que transcurría Terry sentía la lengua más seca, era como una lija que no le pertenecía.
Habían pasado 48 horas desde el naufragio cuando un pequeño avión rojo la sobrevoló en círculos. Movió los brazos intentando no perder el equilibrio, pero los pilotos no la vieron.
Por la noche, las olas volvieron a convertirse en monstruos enormes y negros, e iban acompañadas por un viento helado. La mayor parte del tiempo se sentía más segura sentada en la red, con el agua a la cintura. De día se colocaba en los bordes para intentar secarse, pero el sol la abrasaba.
El tercer día amaneció también soleado y caluroso. Le dolía el cuerpo y estaba confundida. La piel le ardía y sentía la boca hinchada, entumecida. La mañana de la cuarta jornada la encontró sin fuerzas, apenas si mantenía el equilibrio sobre su precario flotador. Alucinaba. Vio una isla y una palmera. Quiso remar con sus pies hacia allí, pero no llegaba nunca. La imagen se alejaba una y otra vez. Se quedó dormida.
A media mañana, abrió sus ojos y observó la sombra de un barco gigante. ¿Soñaba? ¿Dónde estaba? Poco después, escuchó unas voces y vio unas cabezas que se acercaron a ella. Unos brazos la alzaron. Había sido rescatada por el barco griego.
Rápidamente fue trasladada en helicóptero a un hospital donde demoró once días en recuperarse.
En la cama del hospital Terry fue interrogada por las autoridades y contó su pesadilla.
Harvey, el malvado
El lunes 13 de noviembre a las 12.30 del mediodía, mientras Terry luchaba en soledad por su vida en el medio del mar, Julian Harvey fue rescatado por la guardia costera de los Estados Unidos. En la embarcación estaba también el cuerpo de la pequeña Rene. Harvey dijo que él había visto su cuerpo con el salvavidas flotando en el agua, la había rescatado y había intentado reanimarla sin éxito. Los médicos certificaron que la menor, efectivamente, había muerto por ahogamiento.
En los días que siguieron, Harvey se la pasó explicando el tremendo accidente. Una tormenta súbita los había embestido alrededor de las ocho de la noche del domingo 12 y había herido de muerte al velero. El mástil había sido arrancado por la fuerza del viento y al caer había golpeado fatalmente a los otros pasajeros dejando a Harvey separado de los demás. Encima, se había abierto una grieta en el casco de la embarcación, el agua estaba inundando el barco. Harvey dijo haber intentado cruzar hacia donde estaba el resto, pero justo se desató un incendio que se lo impidió. Se arrojó al bote segundos antes de que el velero se fuera al fondo del mar.
La historia no cerraba. No había registros de semejante viento huracanado o tormenta. ¿De qué hablaba este hombre tan condecorado? Pero no había muchas razones para dudar de él.
Estaba declarando cuando las autoridades de Miami le dieron la noticia: Terry Jo Duperrault había sido rescatada con vida. Harvey dijo alegrarse, pero entró en pánico. Se excusó de la audiencia en la que estaba y volvió a su hotel. Cayó en la cuenta de que pasaría el resto de su vida en prisión.
A la mañana siguiente, viernes 17 de noviembre, cuando la mucama del hotel entró a su cuarto y vio sangre en las sábanas, se asustó. Pidió ayuda porque no podía abrir la puerta del baño. Cuando lograron entrar encontraron el cuerpo desangrado de Julian Harvey. Se había suicidado cortándose una arteria en una de sus piernas y haciéndose un tajo en el cuello. Había dejado una nota que decía: “Estoy en un nervioso naufragio y no puedo continuar”.
Motivos para un crimen
Las autoridades buscaron rearmar el caso y bucear en los motivos para semejante matanza. Encontraron que Mary Dene tenía contratado un seguro de vida por 20 mil dólares. Ese habría sido el motivo por el cual Julian quería deshacerse de ella. Aceptó el trabajo con la familia Duperrault y planeó su crimen. Sería muy fácil simular un ahogamiento accidental en alta mar.
Pero nada salió como lo planeado.
Se cree que lo que sucedió fue que Arthur encontró al capitán Harvey intentando ahogar a Dene y lo quiso detener. Harvey, no desistió y terminó acuchillándolo. Luego, apuñaló a los demás testigos. Mató a Jean y a Brian a puñaladas (Terry Jo vio los cuerpos). En algún momento de su locura habría ahogado también a la menor de los chicos, Rene. Con el propósito de que se fuera pique hizo un agujero en el barco. Decidió dejar que Terry se hundiera viva con él. Y abandonó la nave pensando que había terminado su faena homicida.
Pero hubo un error de cálculo. Terry era fuerte y decidida.
Además, con la investigación salió a luz el pasado de Harvey. Descubrieron que, en 1949, una de sus esposas y su madre, habían muerto mientras él conducía un auto que se despistó, pasó por encima del guardrail y se precipitó a un pantano. Harvey consiguió escapar, pero las dos mujeres quedaron atrapadas y se ahogaron. Por supuesto, su esposa tenía contratado un buen seguro de vida. Su propio barco el Torbatross y su lancha de motor Valiant, se habían hundido en extrañas circunstancias, y algunos aviones que había piloteado habían sufrido accidentes muy raros. El fraude y cobrar las pólizas eran lo suyo. Harvey era un estafador mortal dispuesto a cualquier cosa por conseguir dinero.
Arthur Duperrault no podía saber que el hombre que había contratado para materializar su gran sueño era un ser humano desquiciado y perverso.
Hablar medio siglo después
La historia de Terry dio varias veces la vuelta al mundo arrancando lágrimas. Pero ella no habló en público por mucho tiempo, aunque fue la nota de tapa del mes de diciembre de la revista Life. Era la perfecta historia de un milagro navideño.
Terry Jo decidió vivir con sus tíos, primos y su abuela. Terminado el secundario estudió para ser radioterapeuta, pero se dio cuenta de que no podía tolerar el mundo de las emergencias médicas.
Decidió modificar su rumbo y comenzó a estudiar geografía cultural en la Universidad de Wisconsin. Y, más tarde, se dedicó a trabajar en el Departamento de Recursos Naturales del estado como especialista en temas hídricos. Le llevó años aceptar la desaparición de su padre. Como no había visto el cuerpo elucubraba teorías: “Recién a los 35 años acepté que se había ido. Hasta entonces me la pasé buscándolo”.
En el año 2010, con la ayuda del autor y especialista en experiencias de supervivencia, Richard Logan, se animó a volcar en un libro la pesadilla vivida. Lo tituló Sola: una huérfana en el océano.
Tuvo altos y bajos anímicos, siguió tratamientos, se casó cuatro veces, parió tres hijos y, ahora, con 71 años, lleva siete casada con Ron Fassbender. Viven en Kewaunee, Wisconsin.
Barry Leibowitz, la entrevistó y el reportaje fue publicado por el medio CBS en el año 2010. Logró que contara cosas que no había dicho antes. Aquí van algunas de sus respuestas.
-”Siempre creí que fui salvada por alguna razón, pero me tomó cincuenta años obtener la fortaleza para ser capaz de darle a otros esperanza con mi historia. Aunque solo ayude a sanar a una persona que haya vivido una desgracia, mi camino habrá valido la pena. Soy una sobreviviente intentando hallar a otros sobrevivientes”.
-”Perdí a mi familia y volví sin poder hacer preguntas ni hablar con nadie acerca de mis sentimientos. Iba al colegio donde las maestras y mis compañeros sabían de mi pérdida, pero no podían hablarme. Cuando publiqué el libro y un día me dediqué a firmarlos, muchas de mis maestras que habían estado 49 años antes, aparecieron solo para ver si yo estaba bien. Dijeron que lamentaban no haber sabido hablar conmigo, por no haber podido hacerlo y ayudarme. Les habían dicho que hicieran de cuenta que nada había pasado”.
-”Julian Harvey me abandonó pensando que el océano me tragaría, pero por el contrario creé un lazo con el agua”.
-”El agua no me repele, todo lo contrario. Me dediqué a protegerla, así como ella me protegió a mí de pequeña. El agua es vida y me calma estar cerca (...) Pienso más claramente, me relajo y me siento más cerca de mi familia perdida”
-”(...) por mi caso, cambiaron las regulaciones, y es por eso que ahora tenemos los salvavidas naranja brillante”.
Han pasado exactos 60 años desde aquella noche, pero lo vivido está ahí, en su cabeza, como si hubiese ocurrido ayer.
Los hirvientes días. Las oscuras madrugadas. El miedo. Las imágenes de su madre y su hermano flotando en un mar rojo. La certeza de que toda su familia ha desaparecido. El estómago apretado por la angustia. El corazón galopando de pavor. El mar inmenso que la abraza y la acuna. Su cuerpo vacío y seco que resiste. Su alma quebrada. Terry flota, como puede, sobre la vida. Aquel pedazo de corcho de sesenta centímetros por metro y medio la sigue sosteniendo.
Infobae/ Por Carolina Balbiani.