Otoño desde el espacio
Edición del 27 / 11 / 2024
                   
15/07/2021 10:52 hs

Tenía ocho meses cuando su mamá murió en el atentado a la AMIA: una joven que vive con una ausencia constante

Argentina - 15/07/2021 10:52 hs
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El lunes 18 de julio de 1994 Gabriela Rodríguez estaba en una guardería de la calle Ramos Mejía. La había dejado ahí Silvana Alguea, su mamá, horas antes de entrar a trabajar en su oficina de la mutual judía. Reflexiones de una joven que tiene la misma edad que la impunidad: 27 años.

“No tengo ganas de trabajar hoy”, le dice Silvana a Daniel, su esposo, mientras bebe un sorbo de café con leche en la cama. Lo pronuncia en voz baja, desganada y resignada a su suerte: sabe que sus principios morales, después de haber estado varios meses de licencia por el nacimiento de su hija, la fuerzan a levantarse. El despertador ya suena de nuevo. Faltan menos de diez minutos para las siete de la mañana de un lunes de invierno en la ciudad de Buenos Aires. “Está bien, no vayas”, alude él con sencillez y tedio. “No, voy a ir, ya está”, responde ella envalentonada mientras mastica la última tostada antes de cambiarse.

Se sube al auto y se dirige a la guardería de la calle Ramos Mejía del barrio porteño de Caballito para dejar a Gabriela, su hija de ocho meses y diez días. La deja con el bolso de siempre. Al rato, descubre que se olvida de sacar plata que hay en un bolsillo del bolso. Habla con sus hermanos y con Susanna Hoffmann, su mamá, para coordinar quién puede ir a retirarla y se aboca a su trabajo en el área de servicio social en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) sobre la calle Pasteur 633. Ya no atenderá los llamados de su mamá que quería bromear y decirle “tengo tu plata, pero no te la voy a devolver”. A Susana le quedará por siempre esa sensación inconclusa de tener algo que avisarle a alguien que ya no está.

Porque a las 9.53 de la mañana una bomba explota y el mundo se rompe. Silvana Alguea es una de las 85 víctimas del mayor atentado terrorista de la historia argentina. Su oficina se convierte en piedras de cemento que quedan esparcidas en las calles. Su cuerpo lo liberan de los escombros cuatro días después. Daniel, con Gabriela a upa, participa del rastrillaje y la búsqueda. Hay algo del polvo en la atmósfera y de la pena profunda de esa semana que absorbe la bebé que esa fatídica mañana tiene solo 252 días de vida: Gabriela había nacido en el Hospital Israelita el 8 de noviembre de 1993.

Vive hoy con 27 años y “una ausencia irreparable, una ausencia que se hace presente, que me acompaña”, como escribió en un texto que tituló Mamá y que sirvió de testimonio para narrar el conmovedor cortometraje realizado con la técnica de stop motion por Juan Pablo Zaramella en 2019. Mamá fue su primer canalizador artístico para procesar la pérdida. Desde que tengo memoria fue el segundo proceso creativo: un libro homenaje en primera persona a la memoria de Silvana.

Dice que la escritura es terapéutica, que la ayuda a sanar. Halló en esa vía de expresión la manera de reclamar memoria y empatía. Ella, a veces, comete el error que procura reparar: naturaliza la tragedia. Vive con una pérdida incorporada que confunde como parte de un servicio integral, como un retazo más del paisaje, como si la vida hubiese venido así. Y no: repite que su mamá no murió, que a su mamá la mataron para estimular su lucha. Cuando superó los veinte años, se cuestionó el libreto de esa asimilación y cada tanto la combate, se sacude la caspa de la rutina y toma distancia para tomar dimensión.

Desde que tiene memoria también tiene un agujero, la huella de una falta, la sensación de un dolor crónico. Le faltaba su mamá cuando en la puerta del colegio nunca estaba esperándola, cuando en las clases de patín no aparecía para ir a buscarla como sí lo hacían las madres de sus amigas, cuando todos organizaban sus domingos de Día de la Madre, cuando en la adolescencia las guías y los consejos urgen y las crisis sobran. La invocaba -decía “extraño a mi mamá”- para domar su tristeza y ahogar su llanto. Pero no distingue un momento más notable. Al contrario, los relativiza.

Reflexiona sobre un vacío omnipresente perpetuo: “Creo que la ausencia se siente todo el tiempo. Es una herida que no sana y que buscamos hacerla presente en el recuerdo. Muchas veces he sentido ese vacío de necesitar conectar con mi mamá y no poder hacerlo. Más de una vez la he soñado y he sentido una conexión muy fuerte con ella a través de la escritura. Pero creo que ninguno de esos hechos podría definir la memoria de mi mamá, porque la recuerdo cada día, a pesar de la constancia en la ausencia”.

La crió Daniel en un estado de conciencia plena. Él le hablaba de su mamá siempre. Ella, que no tiene más que una memoria relatada de sus únicos ocho meses juntos, tuvo que investigarla: quería saber quién era, qué le gustaba hacer. “Silvana era amiga, esposa, hermana, hija, madre y muchas cosas más. Me sigo sorprendiendo de cuán presente estuvo en la vida de tantas personas. Era fanática del tenis y del fútbol, particularmente de River, habiendo llegado a ir a la cancha con un avanzado embarazo. Entendía la importancia de vivir como ella quisiera a cada momento y valoraba mucho sus vínculos amistosos, como ellos la valoraban a ella”, narra.

En su casa, su partida nunca fue un concepto tabú. “Fue un tema súper presente. Siempre en mi familia se habló de Silvana madre, Silvana hija, Silvana hermana, Silvana esposa, Silvana amiga. Me dejaron muy claro que más allá de la romantización de una persona que ya no está, mi mamá fue un pilar fundamental en mi familia y en la vida de mucha gente y eso me llena de orgullo. Siempre estuvo muy presente, incluso hasta el día de hoy y me enorgullece recibir comentarios de cuánto nos parecemos”.

- ¿Se parecen?
- Dicen que somos iguales. Amigas o ex compañeras de ella me han dicho que me parezco muchísimo, no sólo en formas de hablar, de expresiones, facciones, sino también en ideas de vida. Lo que más me enorgullece es la apreciación de ambas por la vida, el vivir plenamente, el ser fiel a una misma de acuerdo a los deseos reales que hemos tenido.

Gabriela visitó en Israel en 2011 a la mejor amiga de su mamá, Chacha. La había conocido cuando la familia de Silvana había ido a vivir en un kibutz a comienzos de la década del noventa. Ella le contó que su mamá una vez le reconoció que se había vuelto a la Argentina porque había soñado que se moría en una explosión con un montón de gente: la premonición avizoraba la Guerra del Golfo, que comenzó un año después, y no trazaba proyección con un atentado terrorista en Sudamérica. Los sueños de Gabriela son menos catastróficos: papá, mamá y ella en una playa; y el concepto de que estaba internada por una herida, no por una enfermedad. Fantaseó dormido, también, que a su mamá le daban el alta. No soñó con su muerte jamás.

Dice que le gusta hablar de su mamá y lamenta que sea éste el motivo de su alegato: “Me enorgullece hablar sobre quién fue Silvana Alguea de Rodríguez, y decir que parte de lo que le corresponde es el título de ser mi madre”. Dice, a su vez, que cada julio es convulsión: “Cada 18 de julio es un recordatorio para la sociedad. Nos ayuda a generar un momento para unirnos en el pedido por memoria y justicia. En mi caso, el mes también significa multiplicación. De la memoria y de testimonios. Escucho otras historias de familiares, de sobrevivientes y de familiares de sobrevivientes. Las hago carne, las comprendo, y me fortalecen para seguir multiplicando la memoria por quienes ya no están. Lo mismo hago con mi historia, la cuento una y mil veces desde lo que he llegado a reconstruir, porque creo que desde la empatía y las historias en primera persona, se puede lograr mucho más que desde datos fríos y numéricos”.

Tiene 27 años, la misma edad que la impunidad. Vive sola con su gato Miko en un departamento porteño, vivió sola a los 24 años durante diez meses en Nueva Zelanda y Australia. Estudió Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires y dejó: empezó el psicólogo a los 12, a los 20, a los 23 y a los 25 años. Trabaja en la coordinación de equipos de emprendedores en una firma privada. Cree en la causa AMIA, la milita desde su rol de ciudadana: quiere justicia por las 85 víctimas de la bomba a la mutual judía, pero sabe que tampoco será suficiente. Es la hija de una víctima. La justicia no reparará la pérdida. Y la ausencia se convirtió en una llaga, un ardor constante.

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