Fotografían la primera estrella situada fuera de nuestra galaxia
Edición del 26 / 11 / 2024
                   
06/03/2021 20:03 hs

El poder del tacto: ¿es éste el sentido que más extrañamos durante la pandemia?

- 06/03/2021 20:03 hs
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El distanciamiento social nos recordó el papel crucial que juega el tacto en nuestro bienestar. Los psicólogos tienen un término para los sentimientos de privación y abandono que experimentamos: “hambre de piel”.

¿Cuándo fue la última vez que abrazaste o saludaste a alguien por la calle? Probablemente un día de marzo del 2020. ¿Le diste la mano a un nuevo colega en el trabajo? ¿Tu abrigo se rozó con el de otra persona en un pasillo estrecho? ¿Alguien te chocó y murmuró una disculpa cuando pasó corriendo por una escalera? Si hubieras sabido que era la última vez que entrarías en contacto con el cuerpo de un extraño, habrías prestado más atención.

¿Y el 35,3% de los argentinos que viven solos? Muchos habrán pasado casi un año sin ni siquiera una palmadita en la espalda de otra persona. El tacto es el sentido que más damos por sentado, pero el que más extrañamos cuando desaparece. Los psicólogos tienen un término para los sentimientos de privación y abandono que experimentamos: “hambre de piel”.

El tacto es un sentido clave para la vida humana y su carencia debilita el sistema inmunológico, además de influir en el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y los niveles de hormonas del estrés y el amor. Perder el contacto de la piel —al mismo tiempo que se pierden las rutinas, la exposición a la luz natural, la calidad del sueño y hasta el cálculo interno del tiempo— es probablemente una de las fuentes de trauma que hará del mundo por venir una experiencia difícil.

Dacher Keltner, un sociólogo de la Universidad de California en Berkeley, se preocupa por el impacto a largo plazo del distanciamiento social en las personas. Sostiene que el tejido de la sociedad se mantiene unido incluso por el contacto físico más pequeño. “El tacto es una condición social tan importante como cualquier otra cosa”, dice. “Reduce el estrés, hace que las personas confíen unas en otras y permite la cooperación. Cuando miras a las personas en confinamiento solitario que sufren de privación táctil, ves que pierden la sensación de que alguien les respalda, que son parte de una comunidad y están conectadas con otros”.

“El concepto de ‘hambre de piel’ resume una combinatoria paradójica entre la necesidad y el deseo. Es decir, expresa bien la metáfora de una necesidad (el alimento) que involucra algo de la supervivencia inicial en ese contacto humano y que a la vez en la dependencia que más o menos consciente o inconscientemente llevamos a lo largo de toda nuestra existencia, se precipita ante la falta del contacto con el otro”, aseguró consultado por este medio el psicólogo Jorge Catelli (MN 19868), miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina.

El tacto es nuestra primera sensación. Un bebé recién nacido girará instintivamente la cabeza hacia un toque en la mejilla. En todo el mundo, los niños juegan a la mancha sin tener que aprender a hacerlo. Las primeras formas de medicina se basaron en esta necesidad humana de tocar y ser tocado. La práctica del masaje curativo surgió en India, China y el sureste de Asia en el tercer milenio a. C., antes de extenderse al oeste. Asclepio, el dios griego de la curación, curaba a las personas tocándolas. La palabra cirujano originalmente significaba sanador de manos, del griego para mano (kheir) y trabajo (ergon). En los evangelios, Jesús cura a los enfermos con la imposición de manos.

“El contacto ocupa un lugar central en la estructuración del psiquismo y la constitución del sujeto. El ser humano al nacer requiere necesariamente del contacto piel a piel cuando el otro (asistente de su necesidad imperiosa de supervivencia) acude a su llamado. Además, es el que permite el despliegue de ciertas fantasías en el bebé, que tendrán una importancia capital a lo largo de toda su existencia. El contacto con la piel del otro tiene en esos momentos prínceps la función de sostenimiento, de organización corporal para el psiquismo desorganizado del recién nacido, la potencialidad de dar lugar a fantasías y previsiones de lo que va ocurrir, así también como la posibilidad de una organización primera que si bien básica es muy compleja de poder hacer una teoría acerca de lo que el otro desea: entrar en empatía con el otro”, subrayó Catelli.

Aristóteles consideraba que el tacto era el sentido más humilde. Lo miró con desprecio porque se encontraba en todos los animales y se basaba en la mera proximidad, no en las facultades humanas superiores de pensamiento, memoria e imaginación. Pero se podría decir con la misma facilidad que el tacto es el sentido más elevado y por las mismas razones. Es el instinto animal básico el que nos permite saber que estamos vivos en el mundo. Ofrece una prueba de la solidez de otras cosas además de nosotros.
Es humano y, en realidad, es una característica de muchos otros mamíferos: “Todos los primates humanos estamos programados para el tacto, nos guste o no”, sostuvo en diálogo con The Independent Francis McGlone, neurocientífico de la Universidad John Moores, en Liverpool, Reino Unido. Su colega Alberto Gallace, de la Universidad de Milán-Bicocca, coincidió: “Nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso está diseñado para hacer que el tacto sea una experiencia placentera. La naturaleza creó esta modalidad sensorial para aumentar nuestros sentimientos de bienestar en ambientes sociales. Es algo que sólo está presente en los animales sociales que necesitan juntarse para optimizar sus posibilidades de sobrevivir”.

En los últimos años, las profesiones solidarias han revivido esta práctica de curar a través del tacto. Ahora se sabe que el toque tierno de los demás estimula el sistema inmunológico, reduce la presión arterial, disminuye el nivel de hormonas del estrés como el cortisol y desencadena la liberación del mismo tipo de opiáceos que los analgésicos. Los bebés prematuros aumentan de peso cuando se les frota ligeramente de la cabeza a los pies. Los masajes reducen el dolor en mujeres embarazadas. Las personas con demencia que son abrazadas y acariciadas son menos propensas a la irritabilidad y la depresión.

“Cuando tocamos la piel se estimulan los sensores de presión subcutáneos, que envían mensajes al nervio vago [del cerebro]”, explicó a la revista Wired Tiffany Field, investigadora del Instituto para la Investigación del Tacto (TRI) en la Universidad de Miami. “A medida que aumenta la actividad del nervio vago, el sistema nervioso se desacelera, bajan el ritmo cardíaco y la presión sanguínea y las ondas cerebrales muestran relajación. También bajan los niveles de las hormonas del estrés, como el cortisol”, agregó para explicar la necesidad biológica del contacto físico. Al mismo tiempo aumentan los niveles de oxitocina, la hormona del amor, que crea vínculos y por eso participa en el sexo y el nacimiento.

El tacto es un idioma universal, pero cada cultura tiene su propia forma de hablarlo. En el norte de África y Oriente Medio, los hombres unen sus manos para saludar, luego se besan o se las acercan al corazón. Los congoleños se tocan en las sienes y se besan en la frente. En Tuvalu se huelen las mejillas. Los isleños de Andamán en la Bahía de Bengala se sientan en el regazo del otro y luego, a modo de despedida, se llevan la mano a la boca de la otra persona y soplan.
En 1966, el psicólogo Sidney Jourard realizó un estudio de campo de parejas sentadas en cafeterías de todo el mundo. Encontró que en la capital puertorriqueña, San Juan, las parejas se tocaban, tomándose de la mano, acariciando la espalda, acariciando el cabello o dándose palmadas en las rodillas, un promedio de 180 veces por hora. En París, fue 110 veces; en Gainesville, Florida, fue dos veces; en Londres, nunca. Jourard concluyó que los estadounidenses y los británicos vivían bajo un “tabú del tacto”.

El virus, al separarnos, nos recuerda este hecho ineludible: vivimos en nuestros cuerpos. Tal vez habíamos comenzado a olvidar esto en un mundo que nos vincula de tantas formas virtuales e intangibles. Esa milagrosa pieza de tecnología, la pantalla táctil, funciona a través de un toque insensibilizado y casi sin contacto. Responde sin problemas a nuestros empujones, pellizcos y deslizamientos para que podamos cumplir con nuestro deber como buenos ciudadanos en línea, trabajando, comprando y distrayéndonos sin cesar. Pero a medida que nuestros dedos y pulgares se deslizan por la superficie uniforme, no hay sensualidad ni sensibilidad en el tacto.

Encerrados, los hambrientos de piel se han visto obligados una vez más a improvisar soluciones técnicas inadecuadas. Se abrazan a sí mismos, o abrazan almohadas y edredones, o arropan bien las mantas de la cama por la noche. La industria de la robótica ha intentado replicar la sensación del contacto humano con “camisas inteligentes” habilitadas para Bluetooth y labios de silicona que le permiten abrazar y besar a alguien de forma remota. Pero no es lo mismo y nunca lo será, por muy buena que sea la tecnología. Nada sustituye al toque humano.

El toque humano real es infinitamente sutil e intrincado. La piel, que constituye casi el 20% de nuestro cuerpo, es nuestro órgano más grande y sensible. Un área de piel del tamaño de una moneda contiene 50 terminaciones nerviosas y 3 pies de vasos sanguíneos. El trabajo del tacto lo realizan receptores sensoriales, enterrados en la piel a diferentes profundidades según el tipo de estímulo que detecten, como calor, frío o dolor.

Todo lo que tocamos tiene su propia forma, textura y firmeza específicas, su propia resistencia especial a la presión que ejercemos sobre él. Cada abrazo se siente diferente porque todas las personas a las que abrazamos ocupan espacio en el mundo de una manera diferente. Nadie más tiene los mismos contornos, los mismos pliegues y ondulaciones en sus ropas, el mismo calor y peso, la misma disposición precisa de carne y huesos. Nuestro propio cuerpo también es único. Se pliega y se anida con el de otra persona de una manera que ningún otro cuerpo puede hacerlo.

“Abrazos virtuales”, dice la gente en línea, pero no es posible enviar un abrazo. Un abrazo virtual solo abre el apetito por lo que nos estamos perdiendo, del mismo modo que mirar la comida cuando tenemos hambre nos da más hambre. La sensación que intentamos compartir en un abrazo está envuelta en su encarnación en el espacio y el tiempo. Un abrazo une lo físico y lo emocional tan estrechamente que no podemos distinguirlos. El escritor Pádraig Ó Tuama señala que una forma irlandesa de decir abrazo es duine a theannadh le do chroí: apretar a alguien con el corazón.

Para María Fernanda Rivas, psicoanalista integrante del Departamento de Pareja y Familia de la APA y autora del libro La familia y la ley, “el ‘hambre de piel’, las posibles consecuencias psicológicas de la falta de abrazos y la incidencia negativa de extrañar son todas perturbaciones que acompañan la vivencia de encierro. Son cuestiones que tienen que ver con la necesidad de apego y que han sido ampliamente estudiadas dentro de la psicología”.

“Aunque tenemos que tomar en consideración las posibilidades que hoy nos da la comunicación virtual y no mirar sus déficits, por supuesto que el ‘abrazo virtual’ no reemplaza el abrazo piel a piel. Sin embargo, en este tiempo -de profunda transformación de la humanidad en muchísimos aspectos- también estamos asistiendo a la emergencia de nuevas formas de expresar afecto, de hacer saber a quien queremos que lo llevamos dentro nuestro, que los estamos pensando y esto también es muy importante para el funcionamiento vincular y emocional de las personas”, explicó Rivas a Infobae.

¿Cómo se sentirá cuando podamos abrazar a la gente de nuevo? ¿Tendremos que volver a aprender el protocolo o se activará la memoria muscular? ¿Nuestras terminaciones nerviosas se habrán amortiguado o hipersensibilizado por la abstinencia? ¿Abrazaremos a todos demasiado y con demasiada fuerza, porque nuestros hábitos de alimentación han cambiado al modo de festín o hambruna, como los lobos que matan más de lo que pueden comer? Una cosa que sí sabemos es que estamos programados para el tacto. No estábamos destinados a desviarnos el uno del otro en la calle, o imitar abrazos a través de las ventanas, o abrazarnos a través de paredes de plástico. Estábamos destinados a abrazar a las personas, sentir los huesos de su espalda y recordarnos unos a otros que somos cuerpos cálidos, todavía respirando, todavía vivos.

Fuente: Infobae

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