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29/07/2020 16:43 hs

¿Por qué no explota la Argentina?

Argentina - 29/07/2020 16:43 hs
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La hija de Héctor Timerman (ex canciller de Cristina Kirchner) y otro periodista argentino destacan la política asistencialista implementada desde 2001.

Cualquier argentino puede recordar qué estaba haciendo en diciembre de 2001, cuando el país estalló en una crisis de proporciones épicas que incluyó la renuncia de dos presidentes en diez días, un default masivo de la deuda, estado de sitio, represión y muertes en la Plaza de Mayo y un vacío de poder simbolizado por un grito en las calles: “Que se vayan todos”. Desde entonces, “diciembre de 2001” es sinónimo de debacle y los argentinos esperamos su regreso. Es un fantasma que nos aterroriza.

En el actual momento de crisis magnificado por la pandemia, todas las condiciones parecen dadas para que vuelva el pasado. Este 2020 empezó con dos años de recesión a cuestas, sumados a varios previos de estancamiento. La pobreza alcanzó 35,5 por ciento en el segundo semestre de 2019 y se estima que ya ascendió a 45 por ciento durante la pandemia. Nos enfrentamos a una montaña de deuda que parece impagable (al igual que en 2001) y la inflación anual no baja de 40 por ciento. Con el impacto de la pandemia, cuando termine el año se calcula que la economía del país se habrá contraído un 12 por ciento. En 2002, por los efectos de 2001, había caído 10,9 por ciento.

“¿Cuándo llega 2001?”, nos preguntamos cada tanto. “Para fines de agosto [de 2020] vamos a estar en 2001”, dijo recientemente un intendente de la zona metropolitana de Buenos Aires, sin notar la paradoja temporal subyacente. Pero la Argentina se resiste a estallar, por razones económicas y políticas cuyo origen están en parte en las experiencias de aquella época.

El miedo del retorno se mezcla con el deseo en algunos casos. Muchos creen que, aún con toda su tragedia a cuestas, 2001 fue un momento de destrucción creativa para la sociedad argentina, un grito de hartazgo que reinició a un sistema político bipartidista que había fracasado en resolver los problemas económicos fundamentales del país durante las casi dos décadas que siguieron a la dictadura militar que terminó en 1983.

Pero nada garantiza hoy que reiniciar el juego político de manera tan disruptiva, en todo sentido, pueda tener un buen resultado. El surgimiento de “outsiders” políticos en otros países de la región en estos años es un indicio poco auspicioso. Al contrario, el mayor desafío político a dos décadas de esa crisis consiste en evadir una nueva debacle. Y esto requiere que intentos incipientes de transformar nuestra política sectaria hacia formas de mayor cooperación sean exitosos.

Algunos consensos ya existen de hecho. En lo económico, desde la salida de aquella crisis el país generó una red de sustento estatal a los sectores menos favorecidos, a través de una serie de programas que institucionalizaron desde el Estado una transferencia masiva de recursos.

En 2005, el gobierno de Néstor Kirchner abrió una moratoria para que más de dos millones de personas que no habían hecho aportes suficientes pudiesen jubilarse. En 2009, la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner creó la Asignación Universal por Hijo (AUH), un ingreso básico destinado a padres desempleados o que trabajen en la economía informal, que beneficia actualmente a casi cuatro millones de niños. Lejos de avanzar contra esos derechos, el gobierno del conservador Mauricio Macri amplió ese beneficio en 2016 a familias cuyos padres trabajan por cuenta propia (llamados monotributistas). Este año, en medio de la pandemia, el presidente Alberto Fernández lanzó un Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) para trabajadores informales que alcanzó en pocas semanas a casi nueve millones de personas. La continuidad, en general, es más pragmática que ideológica: ningún político desea ser víctima del próximo “2001”.

Sin embargo, ese apoyo amplio a las políticas de asistencia social no es explícito. Al contrario, la “grieta”, como se le conoce a la profunda polarización que divide a la política argentina, nace precisamente de un conflicto en 2008 en torno a la distribución de la renta del sector agropecuario, el más dinámico y competitivo de la economía nacional. Desde entonces, la dirigencia actúa separada en polos que parecen irreconciliables: la coalición peronista ahora gobernante dice representar solidaridad y distribución; la oposición centroderechista que llevó a Macri al poder se agrupa alrededor de la libertad y el mérito. Tanto Macri como Fernández prometieron “unir a los argentinos”, pero en la práctica los sectores más duros de sus coaliciones alimentan las divisiones, y les sacan provecho.

Los argentinos, en tanto, encontramos en la disputa abierta una forma de canalizar las frustraciones cada vez más acuciantes de una economía que no logra encausarse. Paradójicamente, la “grieta” parece protegernos de otro “2001”: ya no queremos que se vayan todos, sino solo los otros.

El horizonte de un modelo con mayor cooperación parece cercano y lejano a la vez. La pandemia brindó un ejemplo de acuerdo entre Fernández, el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el opositor Horacio Rodríguez Larreta, y el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, de la coalición de Fernández. El trabajo conjunto entre los tres líderes, que gestionan el mayor foco de contagio del país, consiguió un inusitado apoyo social y logró trascender las grietas ideológicas, a fuerza de seguir los consejos de un comité de expertos científicos. La sociedad argentina parece dispuesta y receptiva a escuchar y adoptar soluciones racionales y consensuadas a problemas complejos.

La vocación dialoguista de Fernández es un comienzo importante, que deberá concretarse en avances reales y encontrar contrapartes constructivas en el resto del espectro político. Los éxitos iniciales de la política pandémica deberán trasladarse al resto de la gestión y sostenerse a lo largo del tiempo.

La agenda posible es amplia. Para empezar, la dirigencia tiene que acordar cómo va a sostener fiscalmente a la red de sustento social que construyó en estos años. Para eso, cada bando tiene que poder interactuar con contrapartes que, más allá de las diferencias, también quieren que al país le vaya bien.

La condición para que se pueda alcanzar ese acuerdo mínimo es que se abandonen los intentos recurrentes de perseguir judicialmente al adversario sin que ello signifique renunciar a la búsqueda de justicia. Un proyecto de reforma judicial que se va a discutir en las próximas semanas puede ser una buena oportunidad de dar un primer paso.

A casi 20 años de 2001, nuestros políticos deben buscar respuestas, coincidencias y soluciones para problemas acumulados. No hacerlo podría hacer que la historia se repita y que, otra vez, todos se tengan que ir.

Por Marcelo J. García and Jordana Timerman
c.2020 The New York Times Company

Foto portada: Alejandro PAGNI / AFP

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